El filósofo de
arte francés Jean Marie Schaeffer (1952). Modernidad y posmodernidad.
Una lectura de L'Art de l'Âge Moderne.
Sigue un comentario del libro de Schaeffer, Jean Marie. L'Art de l'Âge Moderne (L'esthétique et la philosophie de l'art du XVIIIe siècle a nos jours). Gallimard. París. 1992. Introduction (p. 11-24).
El semiólogo de la fotografía e historiador de la estética, Jean Marie Schaeffer, en L'Art de l'Âge Moderne (L'esthétique et la philosophie de l'art du XVIIIe siècle a nos jours) (1992) descubre en la reflexión sobre las artes de los últimos años se pueden constatar dos fenómenos aparentemente contradictorios: el agravamiento de la crisis de legitimación del arte contemporáneo y la renovación del interés por la estética y en especial por la kantiana.
Respecto al primero, el agravamiento de la crisis de legitimación (identidad) del arte contemporáneo se evidencia en los numerosos ensayos y artículos que se cuestionan el estado presente del arte e incluso su fin. Muchas respuestas abogan por el abandono de la Posmodernidad e incluso de la Modernidad, la revisión de esta, e incluso la vuelta al clasicismo o al eclecticismo. En la música se observa en los comentarios desengañados del serialismo, y en la literatura en las peticiones al retorno a la “gran tradición” (el gran relato). Algunos de estos preconizadores del “retorno” son los que antes eran más entusiastas de las vanguardias revolucionarias. Los más apocalípticos claman que el clasicismo y el eclecticismo no son más que remedios ineficaces: el arte está en su agonía y morirá.
En cuanto al segundo, es patente la renovación del interés por la estética y en especial por la kantiana. Esta fue eclipsada por las diversas hermenéuticas del arte que aparecieron después del romanticismo, pero ha renacido gracias al interés por muchos de sus conceptos, como se manifiesta en las obras de Lyotard y Ferry. Lyotard defiende las vanguardias, pero, en contra, Luc Ferry relee la estética kantiana a fin de desarrollar una teoría de la individualidad política y una ética, subordinando así la estética y el arte a la filosofía social. El pensamiento kantiano es usado así para establecer una crítica a las vanguardias.
Contra la sacralización del arte.
Schaeffer desarrolla una concepción neo-kantiana, en
la que se vuelve al interés por el objeto en-sí, la obra artística, en detrimento
de la concepción hegeliana que presentaba a la obra de arte como documento de
la personalidad del artista y del espíritu de la época. Schaeffer plantea el libro como una historia de la oposición entre la estética analítica de Kant y
la teoría especulativa del arte. Esta última aparecerá con el romanticismo, y
se desarrollará particularmente con Novalis, Schlegel, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche
y Heidegger, hasta influir de modo destacado en el arte actual, tanto en la modernidad
como en la posmodernidad, desviando al arte de su misión de procurar el placer estético
y dirigiéndolo hacia el territorio de la filosofía y la especulación.
Para Schaeffer, la relectura (no la ciega asunción, claro
está) de la estética kantiana puede procurar una renovación del discurso sobre el
arte [13], lo que en el fondo no es sino el levantamiento teórico de un nuevo “grand
roman” de la modernidad, en el sentido de Lyotard y Habermas, es decir, una base
legitimadora para la recuperación del sentido moderno del arte, comprometido tanto
con la sociedad como con la búsqueda de la innovación formal. De este modo, Schaeffer
desmiente la tesis de Lyotard —y de Baudrillard, Vattimo, Wellmer, Jameson y otros—
sobre la extinción del “gran discurso”, eje de sus tesis sobre la crisis agónica
de la modernidad y la aparición de una posmodernidad desencantada y fragmentada.
Schaeffer [15], desmiente que el arte actual sea más esencial
como arte que el de cualquier otra época pasada, con lo que apunta una de sus ideas
fundamentales (radicalmente antihegeliana): el arte de todas las épocas y estilos
es igualmente estimable y semejantemente “humano” en su valoración. Así, Schaeffer
desmiente la tesis hegeliana de que el arte no progresa de un modo determinista
hacia una mayor perfección, hacia un desenvolvimiento del espíritu humano, que
se liberaría en un estadio superior de los últimos restos de materialidad y represión,
para fundir filosofía, poesía y arte en un “modo” perfecto de conocimiento, en el
que el hombre se equipare a Dios.
INTRODUCCIÓN
En la reflexión sobre las artes de los últimos años se
pueden constatar dos fenómenos aparentemente contradictorios:
1. El agravamiento de la crisis de legitimación (identidad)
del arte contemporáneo. Numerosos ensayos y artículos se cuestionan el estado
presente del arte e incluso su fin. Muchas respuestas abogan por el abandono de
la Posmodernidad e incluso de la Modernidad, la revisión de esta, e incluso la
vuelta al clasicismo o al eclecticismo. En la música se observa en los comentarios
desengañados del serialismo, y en la literatura en las peticiones al retorno a
la “gran tradición”. Algunos de estos preconizadores del “retorno” son los que antes
eran más entusiastas de las vanguardias revolucionarias. Los más apocalípticos
claman que el clasicismo y el eclecticismo no son más que remedios ineficaces: el
arte está en su agonía y morirá.
2. La renovación del interés por la estética y en especial
por la kantiana. Esta fue eclipsada por las diversas hermenéuticas del arte que
aparecieron después del romanticismo, pero ha renacido gracias al interés por muchos
de sus conceptos.
Jean-François Lyotard [12], un posmoderno y, no obstante,
defensor de las vanguardias, profundiza en la teoría de lo sublime de Kant, uniendo
las interpretaciones de Adorno (el arte como fuerza subversiva) y Heidegger (el
arte como Ereignis, acontecimiento u ocurrencia), para legitimar el arte
revolucionario: «L'avant-gardisme est (...) en germe dans l'esthétique kantienne
du sublime». Pero el mismo Lyotard confiesa que Kant aplica en la Crítica a
la facultad de juzgar el predicado de sublime no a las obras de arte sino a
los referentes (los sujetos representados); lo sublime se aplica así a la estética
de la naturaleza y no a la teoría del arte. Pese a esto, Lyotard considera que el
arte necesita una justificación filosófica y que el modelo kantiano es el mejor
para legitimar el arte vanguardista tras la debacle del modelo evolutivo hegeliano
(el “gran relato” que ha dominado desde el siglo XIX el historicismo moderno).
Por su parte, Luc Ferry [12] relee la estética kantiana
a fin de desarrollar una teoría de la individualidad política y una ética, subordinando
así la estética y el arte a la filosofía social. El pensamiento kantiano es usado
así para establecer una crítica a las vanguardias. Schaeffer concuerda con Ferry
en que Kant concibe la estética desde el punto de vista del ideal comunicativo
trascendental, pero desmiente que esta utopía de la transparencia estética pueda
fundar una teoría del arte y, sobre todo, una teoría social del arte; además, Kant
aplica su paradigma de lo bello a lo bello natural y no a lo bello artificial (el
arte).
Ante estas dos lecturas contrapuestas, una a favor y otra
en contra de las vanguardias, Schaeffer se interroga [12-13] sobre la posibilidad
de utilizar la estética kantiana como fundamento de una teoría del arte moderno.
Opina que su importancia no reside en lo que nos dice sobre el arte, ni en la “salvación”
de la estética por la ética, sino en lo que nos enseña sobre el estatuto del “discours
sur l'art”. En cuanto al arte, este seguirá un camino independiente de tal debate.
Hay que distinguir entre la crisis del arte y la crisis
del discurso de legitimación del arte. La segunda es evidente como lo vemos en
las revistas y publicaciones. En las artes plásticas, incluso, la situación es
caricaturesca: hay un galimatías abstruso y hueco, con ausencia de todo criterio
evaluativo coherente. La interpretación (sintomática, psicoanalítica, deconstruccionista,
etc.), irreproducible y legitimadora de sí misma, se opone a la descripción analítica
de las obras, que sí es reproducible y accesible a una verificación por el lector.
Si la interpretación es una experiencia intransmisible per se, se vulnera
el derecho del lector a recibir del crítico una descripción objetiva de la obra
que irá a ver (de modo que pueda, si procede, recusarla desde su propia subjetividad).
Por cierto, el arte plástico moderno es mayoritariamente un arte descriptivo (como
el arte holandés clásico), más que narrativo (como el arte italiano). Pero es más
fácil hacer una interpretación que una descripción (como les ocurre a los historiadores
del arte que al abordar la pintura holandesa caen en la lectura alegórica de los
cuadros que de lo contrario les parecerían mudos) y por eso el crítico de arte
contemporáneo se refugia en la interpretación para escapar al trabajo de la descripción
formal, un criterio reforzado por la dominación del modelo hermenéutico en el discurso
del arte.
En la crítica literaria [13-14] la situación no es tan
penosa, pero la interpretación es también la corriente dominante, con el deconstruccionismo
como caso extremo. Las críticas analíticas y descriptivas han sido arrinconadas
por las “interpretaciones profundas” surgidas de una filosofía mal digerida.
Este discurso minimalista sobre el arte, basado en una
concepción historicista (hegeliana) de la evolución artística, ha influido en
la crisis del arte actual, sea minimal, conceptual, etc. Schaeffer reclama [14]
que se superen los estériles debates interpretativos sobre la modernidad y la posmodernidad,
los proyectos, las teorías, los movimientos y las escuelas, etc. Hay que volver
al debate sobre los objetos, las obras de arte. Hay que superar la tesis de que
el acto artístico se reduce a sus procedimientos de legitimación sociales, filosóficos,
religiosos u otros.
¿Cuál es este discurso? [14-15] Se plantea en él la eterna
cuestión de qué es el Arte, tan apremiante que muchos artistas han considerado
que la finalidad de la práctica artística es responder a esta cuestión. Kandinsky
escribe sobre el arte moderno: «Su “qué” no será el qué material, orientado hacia
el objeto, del periodo precedente, sino un elemento interior artístico, el alma
del arte» [15]. El minimalismo y el arte conceptual no son sino los resultados extremos
de esta línea de búsqueda de la esencia, el primero con la reducción de la obra
a su objeto mínimo, el segundo con la eliminación del objeto subsumido en su construcción
teórica. Pero esta búsqueda esencialista no tiene sentido: para Schaeffer el arte
no es un objeto dotado de esencia interna, sino que, como todo objeto intencional,
es lo que los hombres hacen [15]. La evolución del arte no es lineal, de lo accesorio
a lo esencial. El minimalismo no es más esencial que el expresionismo abstracto,
el cubismo, el arte gótico o cualquier otro estilo. Que unas nos parezcan más
próximas que otras no las hace más próximas a la “esencia” del arte.
La búsqueda de los elementos fundamentales del arte no
es más que un aspecto de la respuesta a la cuestión: ¿Qué es el Arte? [15] Algunos
han creído encontrar su esencia en un “estatuto cognitivo”, que presenta al arte
revestido de varias propuestas: como un conocimiento extático, revelador de verdades
ocultas al conocimiento profano-científico; como experiencia trascendental que
fundamenta el ser-en-el-mundo del hombre; como la presentación de lo irrepresentable
(el acontecimiento del ser). Todas estas propuestas se basan en la sacralización
del Arte [15], opuesto (como saber de orden ontológico), a las otras actividades
humanas (entendidas como alienadas, deficientes, inauténticas). Sus defensores ignoran
(o fingen ignorar) que esta tesis implica una teoría del ser: si el arte es un
saber extático es que hay dos tipos de realidad, la aparente (accesible mediante
los sentidos y la razón) y la profunda (accesible sólo a través del arte y eventualmente
de la filosofía). Además, esta tesis conlleva una concepción del discurso del arte
al establecer una legitimación filosófica de la función cognitivo ontológica del
arte, lo que encierra una idea subrepticia: que el arte y sus obras necesitan,
deben, legitimarse filosóficamente.
Esta creencia explica la compulsión [16] de
muchos artistas a crear obras que expliquen qué es el arte, a legitimar filosóficamente
sus obras, a hacer obras que son más filosofía que arte (Kosuth y los conceptuales
son un ejemplo evidente). Han fusionado, y con ello han provocado la crisis del
arte, la búsqueda de la esencia del arte con la de su legitimidad filosófica.
Schaeffer bautiza esta línea interpretativa (y estéril)
como teoría especulativa del Arte [16], la cual combina una tesis objetual (el arte
cumple una tarea ontológica) con una tesis metodológica (para estudiar el arte
hay que conocer su esencia, su función ontológica). Esta teoría especulativa es
deducida de una metafísica general que la legitima. Hay varias metafísicas a
elegir: la sistemática de Hegel, la genealógica de Nietzsche, la existencialista
de Heidegger. Las diferentes propuestas se plasman en diferentes definiciones del
arte, que definen la esencia del arte. Pero, como Schaeffer indica, al no haber
una esencia del arte, se convierten en definiciones “evaluativas” [16], por cuanto
las obras son identificadas como obras sólo por su identificación con un ideal artístico
específico, el de su pretendida definición de esencia (trascendente). Es una Teoría
del Arte, basada en una esencia considerada ontológicamente superior a las propias
prácticas artísticas [16].
Después de dos siglos, esta teoría especulativa del Arte
es la doxa (el término significa gloria) de la reflexión sobre las artes,
la teoría dominante en suma. Hegel la precisa: el arte revela «lo Divino, los intereses
más elevados del hombre, las verdades más fundamentales del Espíritu». Durante un
siglo los autores se limitaron a reproducir estas palabras, este lugar común de
la estética. Incluso encontramos esta tesis, bajo otras palabras, cuando Heidegger
escribe: «Siempre, cuando el todo del ser-en-tanto-que-él-mismo requiere la fundamentación
en lo abierto, el arte alcanza su esencia histórica en tanto que instauración. Ella
(la apertura del ser) se impone en la obra; esta imposición se cumple mediante el
arte» [17].
Heidegger no necesita profundizar más, pues se conoce
de acuerdo con una tradición: Hegel, Hölderlin, Novalis, el joven Schelling, y,
más tarde, Schopenhauer, Nietzsche... Son filósofos, filósofos-poetas y, todos,
alemanes.
Heidegger, en una perpectiva distinta a la de Schaeffer,
cree que el arte es una vía suprema de la realización profunda —existencial— del
ser humano, que mediante la obra artística se abre al mundo exterior, al acontecimiento
y su circunstancia histórica, en definitiva al tiempo y a la existencia. La obra
es el camino para la realización de una presencia humana en el tiempo, en el mundo.
El énfasis de la teoría existencialista, claro está, se pone en el concepto de
la existencia, no en la obra. La obra de arte sólo tiene auténtico valor en cuanto
responde a la necesidad de sentir la existencia. Es otra forma de apelación nominal
a la esencia.
Schaeffer explica [17] que la teoría especulativa del Arte
ha jugado un papel de legitimación para una época del arte occidental, la de la
Modernidad (el “Modernisme”, un término francés muy ambiguo en español).
Muchas de las obras de esta Modernidad las justificamos por su calidad, pero este
discurso especulativo nos ha trabado, anclado en el pasado, aunque cada generación
crea que innova al variar algunos elementos del vocabulario artístico. Schaeffer
reclama una liberación, una ruptura con esta teoría especulativa.
La gran cuestión [18] es la función histórica de la sacralización
del Arte. ¿Dónde y como su destino histórico se ha anudado? ¿A qué necesidad correspondía
y qué función ha de cumplir hoy?
Cita a Valery [18], en su conferencia del 19 de noviembre
de 1937, en la que este explicaba que al final del siglo XIX la juventud (que luego
sería vanguardista) entendía el arte y la poesía como una especie de culto o religión,
de un carácter sobrenatural; era una juventud poseída por el sentimiento del valor
universal de las emociones del Arte. Este pensamiento místico del arte venía a
cubrir un enorme hueco ideológico, dejado por el general desencanto hacia las abstrusas
teorías filosóficas, las incumplidas promesas de la ciencia, la religión asaltada
por las críticas de la filología y la filosofía, y una metafísica derrumbada ante
los análisis de Kant.
Valery repetía el mismo diagnóstico de más de un siglo
antes [18], cuando Schlegel y los románticos alemanes aducían la crisis de los
fundamentos filosóficos y espirituales de su tiempo, y, como salida, proponían al
Arte y la poesía.
Es, pues, a finales del siglo XVIII cuando hay que situar
el nacimiento de la teoría especulativa del arte, en el seno de la revolución romántica,
como una respuesta a la doble crisis espiritual (la religiosa y la filosófica).
El origen de estas crisis está en la Ilustración y su apogeo lo identificamos con
el criticismo kantiano. Schaeffer nos avisa del peligro de suponer que la “revolución”
romántica fue un progreso: fue una reacción contra el movimiento de las Luces
(laico y racional). Su nacimiento se debió a múltiples factores sociales, políticos
e intelectuales (la Revolución francesa, la emancipación social de los artistas,
la aparición del mercado —burgués— como regulador del arte) [19].
Schaeffer resume [19] el síndrome romántico en dos puntos:
1) La experiencia de una desorientación ligada a la diferenciación
creciente de las diversas esferas de la vida social.
2) La irreprimible nostalgia de una reintegración armoniosa
y orgánica de todos los aspectos de esta realidad vivida como discordante y dispersa.
El mundo presente es un mundo desencantado (un concepto común a Hegel, Lukacs y
tantos otros) y su Unidad no se ha realizado, sino que ha de reconstruirse. Es una
obsesión filosófica y teológica.
La filosofía kantiana es el punto neurálgico de esta
crisis, pues el criticismo kantiano es visto como el responsable del desmantelamiento
de la ontología filosófica y de la teología racional, desde entonces golpeadas
por un interdicto especulativo: el discurso filosófico y teológico no puede acceder
a lo Absoluto. Esta tesis es aceptada por los románticos y proponen una solución,
propuesta por la teoría especulativa: el Arte y la poesía reemplazarán al desfalleciente
discurso filosófico y teológico. Es decir, la sacralización del Arte actúa (y
le constituye) como una “compensación”.
Es preciso anotar [19-20] que la instauración del Arte
como revelación ontológica no nace de un desfallecimiento de la filosofía como ímpetu
metafísico, sino de la incompatibilidad entre su forma discursiva (deductiva y apodíctica,
incondicionalmente cierta) y su contenido (o su referencia) ontológico; la obra
de arte retomará pues el ímpetu metafísico y realizará la presentación del contenido
de la filosofía. Novalis, por ejemplo, inspirándose en las teorías neoplatónicas,
afirmará que la realidad fundamental es accesible únicamente a través del éxtasis
poético que escapa a la discursividad racional, pues esta es incapaz de superar
la dualidad entre un sujeto que anuncia y un objeto sobre el cual descansa la enunciación:
sólo el poeta es a la vez sujeto y objeto, yo y mundo, pues él sólo tiene acceso
a lo Absoluto.
La sacralización de la poesía y del Arte no es seguramente
una invención romántica: la figura del poeta como intérprete de la voz mántica,
como profeta u oráculo, se remonta a la Antigüedad. Será retomada por el naciente
cristianismo, bajo la forma de una invocación a Dios, llamado a secundar la voz
del poeta cristiano. La tesis resurgirá de vez en cuando en la Edad Media, y
aún en el Renacimiento, pero siempre será marginal. Hay, sobre todo, una diferencia
fundamental entre la revolución romántica y estas sacralizaciones anteriores de
la poesía: la exaltación romántica de la poesía cumple una función compensatoria
ante la crisis de la Weltbild (imagen del mundo) tradicional, lo que no era
el caso de los defensores anteriores de la función divina de la poesía.
La tradición de la teoría especulativa del Arte no puede,
por tanto, identificarse exclusivamente con el romanticismo [20], que establece
un doble arreglo con la filosofía posterior: no sólo el Arte tiene una función ontológica,
sino que además es la única presentación posible de la ontología, de la metafísica
especulativa. Aquí surgieron discrepancias entre los filósofos posteriores: Schelling
y Hegel, tras una juventud romántica en la que defendían el predominio del arte
sobre la filosofía, acabaron por restaurar los derechos especulativos de la filosofía,
como figura última del Espíritu. El Arte seguirá teniendo una función de revelación
ontológica, pero su relación con el discurso filosófico será diferente, no de
predominio. Esta solución idealista al problema de la relación jerárquica entre
el Arte y la filosofía, será repensada por otros pensadores, como Schopenhauer,
Nietzsche o Heidegger. Por ejemplo, el joven Nietzsche volverá a la concepción
romántica y reservará al Arte (en su forma dionisíaca) la función de revelación
ontológica última, mientras que Heidegger postulará un diálogo igualitario entre
las dos actividades.
Pero, si es verdad que con el idealismo objetivo la filosofía
retoma la antorcha de lo Absoluto de manera que el Arte no debe reemplazarla, el
discurso endóxico (la ciencia sobre todo) y la realidad común continuaron apareciendo
como figuras de desencanto y alienación. La motivación profunda que había originado
la teoría especulativa del Arte —su función compensadora— continuó existiendo.
Desde entonces, el Arte ha intentado siempre equilibrar la invasión de la cultura
moderna por los saberes científicos. Las manifestaciones de la filosofía idealista,
con Schopenhauer (pesimismo gnoseológico), Nietzsche (vitalismo) y Heidegger (existencialismo),
se oponen al discurso científico o tienden a desvalorizarlo. Asimismo esa compensación
se extiende a la consideración de la realidad cotidiana, social o histórica, y,
por ejemplo, Novalis entiende que la poesía debía “romantizar” la vida; Hegel sostiene
que el Arte realiza el relevo de la existencia (étantité es, en verdad, un
término muy abstruso, referente a la existencia en el tiempo del ser) empírica
por el ideal; el joven Nietzsche, lector de Schopenhauer, clama que el arte dionisíaco
desgarra el velo de la maya (la tela sagrada del templo griego) y nos libra
de la tiranía de la Voluntad; para Heidegger la poesía nos sitúa fuera de nuestro
ser-allá inauténtico y nos conduce a una escucha del “decir” del ser (el único
modo de transformación en el auténtico ser-aquí). Todos ellos tienen en común
la nostalgia de una vida “auténtica”, que no sea desacralizada ni alienada.
En el
libro Schaeffer nos muestra cómo Hegel, Schopenhauer, Nietzsche o Heidegger
adaptan la teoría especulativa del arte a su propia ontología, cómo intentan conjugar
la tesis de la naturaleza extásica del Arte y su pretensión —en tanto que filósofos—
de ser los depositarios de un saber extásico, cómo, en fin, todos ellos tienen
necesidad del Arte como contrapeso a una visión polémica de la realidad común.
A diferencia de los filósofos, los artistas [21] (como
lo atestigua el texto de Valéry), tuvieron evidentemente la tendencia a elevar el
arte a costa de la filosofía, reabriendo así la querella de la jerarquía entre ambos,
tan antigua como la obra de Platón sobre la oposición entre filosofía y poesía.
Arnold escribió en The Study of Poetry (1880): «Cada vez más los hombres descubrirán
que es hacia la poesía que debemos retornar para buscar interpretaciones de
la vida, para encontrar consuelo y sostén. Sin la poesía nuestra ciencia será incompleta;
y la mayor parte de lo que pasa ahora por ser religión o filosofía será reemplazado
por la poesía. ¿Y que son nuestra religión, nuestra filosofía, sino la sombra, el
sueño y la ilusión del verdadero conocimiento?». En la actualidad, el artista conceptual
Joseph Kosuth retoma la tesis romántica de la incorporación de la filosofía por
el arte: «El lenguaje filosófico o teórico es una palabra en el interior del arte.
El siglo XX ha visto el nacimiento de una época a la que podriamos llamar “El fin
de la filosofía y el comienzo del arte». Schaeffer precisa que la tesis de Kosuth
se asemeja a la romántica en cuanto subyace una problemática filosófica, y que
Kosuth hace una apropiación abusiva de la filosofía wittgenstiana, interpretada
desde una visión mística [22].
Baja tan diversas formas, más o menos degeneradas (se
refiere a Kosuth) la sacralización de la poesía y del arte ha tentado a la mayor
parte de la vida artística y literaria moderna, constituyendo un lugar común estético
del arte occidental después de dos siglos. Mito de legitimación de las artes,
ha acompañado la transformación social de las prácticas artísticas: su lento acceso
a la autonomía estética y su integración en la economía de mercado (la sustitución
de las relaciones de dependencia personal entre artista y cliente por las relaciones
anónimas y aleatorias de la oferta y la demanda). Parece como si la pérdida de
las legitimaciones funcionales tradicionales (religiosas, didácticas o éticas)
haya creado un vacío, en el cual fuese engullida la filosofía, también ella en
crisis por la debacle de las teodiceas racionalistas y a la búsqueda de una nueva
legitimidad. Debuta así la larga historia de una recíproca fascinación, catalizada
por el rechazo a un enemigo común: la prosaica realidad, oculta bajo la multiplicidad
de sus horrorosas máscaras [22].
Toda sacralización de una realidad profana implica la
tergiversación de esta y la sacralización del Arte no escapa a la regla. Transforma
la parte de vida prosaica a la cual las artes no sabrían escapar, como el mercado,
el clientelismo, las camarillas y otras realidades demasiado humanas, pero, aunque
la transfiguración sea una de las funciones de todo mito, cabe consignar los efectos
negativos de la teoría especulativa, que afecta a nuestra relación con el arte:
por su dogmatismo especulativo nos ha vuelto ciegos a la lógica efectiva de la experiencia
estética y artística.
Es en este punto donde reencontramos a Kant [23], quien
por el lado de su filosofía general es el representante de ese desencanto del mundo
contra el cual se eleva la protesta de la sacralización del Arte, pero por otro
lado, en su análisis del juicio estético que surge de su Crítica de la facultad
del juicio, Kant es quien hace una anticipada crítica de los fundamentos
lógicos de la teoría especulativa del Arte. Expone de manera concluyente el carácter
específico (no determinante, pues no es apodíctico) del juicio estético, demostrando
la imposibilidad de toda doctrina de lo bello. Aplicada a las artes, esta esta
reflexión acusa de nulidad cognitiva a toda doctrina filosófica fundada sobre una
definición de la esencia del arte y, además, limita el discurso estético a la
crítica evaluativa de las obras y al estudio de sus apariencias fenomenológicas.
Ahora bien, el romanticismo —y los movimientos que le
siguen— cortocircuita la tesis kantiana, al reducir lo Bello a lo Verdadero y al
identificar la experiencia estética a la determinación presentativa de un contenido
ontológico. El ámbito del arte deja de ser nuestro encuentro con las obras y se
convierte en manifestación del Arte tal como este es determinado por la estética
especulativa: si el Arte revela el ser, las obras artísticas revelan el Arte y
se las debe interpretar en atención a ello, como realizaciones empíricas de una
misma esencia ideal. Schaeffer insiste en la tesis básica: es porque las obras
(y las artes) pueden ser reducidas a Arte que este puede ser una revelación ontológica,
y así la definición del Arte como presentación de la ontoteología implica la reducción
de las obras (y de las artes) a la teoría especulativa del Arte.
Definiendo el Arte por su contenido de verdad filosófica
[23], la teoría especulativa pretende describir la esencia, cuando lo que en realidad
hace es proponer un ideal (entre otros): se sigue de este modo un juego de exclusión,
como lo prueba la Estética de Hegel [24], quien excluye o margina con todas
las fuerzas todos los géneros artísticos o literarios reputados como impuros o
no esenciales: la música instrumental, la novela, la escultura pre-griega, el arte
oriental, etc.
De modo general, se puede decir que en la teoría especulativa
del Arte el discurso de la celebración usurpa el lugar de la descripción analítica
de los hechos artísticos, al mismo tiempo que la experiencia estética se reconvierte
en juicio apodíctico (sin dudas, absolutamente seguro de su verdad). No es seguro
que la filosofía haya ganado, pero sí es evidente que nuestra relación con las artes
se ha empobrecido.
Entregándonos al espejismo filosófico del Arte [24], nos
escindimos de la realidad, múltiple y cambiante, de las artes y las obras; pretendiendo
que el Arte importaba más que la obra concreta, en el lugar y el momento, hemos
debilitado nuestra sensibilidad estética (y a menudo nuestro sentido crítico);
reduciendo las obras a jeroglíficos metafísicos, hemos obstaculizado las sendas
de nuestros placeres y negado la diversidad (y la riqueza) cognitiva de las artes.
El poeta T. S. Eliot escribe que «nada en este mundo
de aquí, ni en el otro, reemplaza lo que sea del otro». Schaeffer lo aplica al arte:
si puede ponerse al servicio de la revelación religiosa —a menudo lo ha hecho con
esplendor—, no sabría empero reemplazarla; si puede exponer, ilustrar o defender
las doctrinas metafísicas —a veces lo ha hecho con elegancia—, no sabría en todo
caso reemplazar su elaboración filosófica (su insuficiencia es evidente en la obra filosófica de Kosuth). Creerlo es gastar palabras. Las artes,
si renunciamos a ello, no saldrán disminuidas: ninguno se mantiene en lo imposible.
Quien ama las artes no tiene ninguna razón de lamentarlo, pues son en sí mismas
—si no están al servicio de nada o nadie— una fuente tal de placer e inteligencia
que no estará tentado de cambiarlas contra una religión o una filosofía en rebajas.
Una crítica a Schaeffer.
En primer lugar, constato un límite conceptual.
Schaeffer no distingue entre modernidad y posmodernidad, ni entre primeras vanguardias,
segundas vanguardias y posvanguardias. Toda la cultura del siglo XX es moderna
para su morada, y del mismo modo todo su arte es vanguardia, con lo que pone en
el mismo nivel a Picasso y a Warhol, a Miró y a Koons, a Proust y a los últimos
novelistas minimalistas, a Stravinski y a los Beatles. Es un reduccionismo —curiosamente
minimalista en su no confensado trasfondo— carente de rigor filosófico e histórico,
o de la exigible complejidad —si queremos emitir un juicio menos duro— y que, en
todo caso, conduce a un rumbo sin salida.
¿Por qué defiende Schaeffer esta tabula
rasa del arte y la reflexión estética de dos siglos? Considera que la gran
división en la cultura y el arte se produce con la revolución romántica y la debacle
del racionalismo, y que esta se refuerza a principios del siglo XX, con la abstracción
—la pérdida de la referencia a la realidad objetiva—, la innovación artística compulsiva,
la creencia absoluta en el progreso, etc. De ese momento de crisis de la conciencia
surgirían todos los males y frustraciones de nuestra época, como si no tuviéramos
responsabilidad sobre nuestro propio destino y la realidad que forjamos...
En realidad, contra la tesis de Schaeffer, la crisis
de la razón es eterna, no circunscrita a la Edad Contemporánea. La lucha del hombre
por saior de las tinieblas de la ignorancia sin quemarse en la luz, por unir razón
y mito, adopta múltiples formas y sufre incontables vicisitudes, más allá de todo
momento concreto de la Humanidad. El pesimismo y el miedo ante un mundo cambiante,
sin sólidos y inmutables referentes que respondan a sus misterios, laten bajo el
discurso de Schaeffer, que propugna renunciar a la interpretación para volver a
lo más cercanamente próximo a lo inmarcesible, al objeto. El hombre preterido ante
sus obras. Renunciar al debate mental para aplicarse a la catarsis de lo objetual.
Reconocernos en las obras para así huir del yo que nos estremece. No entiende que
prescindir de la poesía es cortar las alas de los sueños. Decía su denostado
Hölderlin: «El hombre, un dios cuando sueña y apenas un mendigo cuando piensa».
Invoquemos con pasión el derecho, no, más aún, el deber del hombre de soñar, especular,
vivir...
La gran tragedia de los creadores de la modernidad fue
tener que elegir entre el arte y la vida, entre el acceso al conocimiento y el
vivir el momento, cada día. La elección entre ambos caminos insufló una atroz tensión
en muchas de sus obras y explica su evolución —a escala personal— por los vericuetos
de los movimientos artísticos. La renuncia alimentó su creación con la insufrible
tensión de quien se despoja de lo que intuye imprescindible.
Los que tomaron el camino del ascetismo que se concentra
en el arte y volvieron a una eterna interrogación sobre los límites del ser, se
encontraron haciendo puro arte, en las fronteras de este, pero volviendo la espalda
al compromiso con la vida, que no es es sino el compromiso con el hombre mismo.
Por ello, deshumanizados, su arte se ha vuelto estéril, como los pasos en el desierto
borrados por el viento y el tiempo.
Pero los que tomaron el camino de la vida se perdieron
en un mundo ajeno a la comprensión inmediata, alienado por fuerzas incomprensibles.
Sus obras, perdido todo anclaje en la autenticidad del arte, derivaron en juego
vivencial, en frívola ocurrencia. El arte confundido con la obra de un momento,
cuando el arte, si es fruto de la pasión verdadera, exige todo lo contrario, la
totalidad del tiempo, llegar hasta sus mismos confines de agotamiento, exige la
razón-que-llena-el-tiempo, una aplicación infinita, una reflexión ilimitada, que
sólo termina con el abandono —ante la frustrante imposibilidad de seguir—, nunca
con el contento ante la obra siempre imperfecta, siempre la obra de arte como esbozo-en-el-tiempo
de una obra posterior. Invirtiendo el concepto de Bajtin, la obra se define como
nunca «no finalizada».
Por mi parte, no se trata de darle la razón a Sainte-Beuve
y explicar la obra por el autor, pero sí que no debemos olvidar que la obra —o el
texto— no es nada, o muy poco, si no constituye la sublimación de un determinado
núcleo existencial, por más que sea innegable la concurrencia de otros factores.
Por lo demás, recaer en el fetichismo del objeto llevaría
al retorno de la mímesis, de la representación como copia de la naturaleza. Ese
el peligro, no marginal, subyacente en la propuesta de Schaeffer, que no lo advierte.
El hombre dejaría de ser referente del arte, y entonces ¿quién o qué alumbraría
lo irrepresentable, los misterios del recóndito en el yo?
Aun más, Schaeffer sucumbe a su propio Monstruo, y presenta
el arte y el juicio del arte como esquemas mentales del hombre, criaturas de una
metafísica concreta, en la que la Naturaleza pretendidamente inviolable asumiría
el papel de refugio del Hombre, barrera ante las dudas del confuso existir. Coloca
al objeto como máscara del propio hombre, en un juego de infidelidad de este consigo
mismo, pues se engaña con sus propias criaturas. En definitiva, la esencia del arte
—léase la de Schaeffer— se explica en su máscara objetual. Es la misma neurosis
del hombre contemporáneo, la esquizofrenia lacaniana asumiendo una forma no original,
el mismo molde que ofrecen los “nuevos realistas”, volvamos al objeto, puesto que
el hombre no nos agrada y le tememos.
En definitiva, Schaeffer nos aporta un juicio apasionado,
revelador de un problema estético directamente relacionado con las conjeturas más
profundamente sentidas del hombre desde siempre (su esencia, su misión, su paso
por el tiempo, su pervivencia en la obra, su interrogación como forma de conocimiento,
su trágica indefensión ante lo no conocible), pero no altera nuestra apreciación
de que la morada del hombre moderno sobre sí mismo es la morada forme del que
se interroga sobre lo desconocido, que mora de frente al espejo del Dios de antaño,
y reconoce las líneas ocultas de la humanidad. El hombre moderno no debe abdicar
de esa visión poética, sino romper la barrera del espejo y aventurarse en lo imposible
soñado.
Fuentes.
Internet.
Documentales / Vídeos.
Jean Marie Schaeffer: Simulation, fiction et expèrience esthétique. 1:01:10. [https://www.youtube.com/watch?v=dQoqV09oW4s]
Questions à J. M. Schaeffer. Entrevista en PointCulture TV (2016). 47:10. [https://www.youtube.com/watch?v=px88qYwROr0]
Rencontres avec J. M. Schaeffer: 'La fin de l'exception humaine'. Entrevista en PointCulture TV (2016). 1:04:04. [https://www.youtube.com/watch?v=diDTQH36PP0]
Libros.
Schaeffer, Jean Marie. L'Art de l'Âge Moderne (L'esthétique et la philosophie de l'art du XVIIIe siècle a nos jours). Gallimard. París. 1992. Introduction (p. 11-24).
Schaeffer, Jean Marie. La imagen precaria. Del dispositivo fotográfico. Cátedra. Madrid. 1990 (francés 1987). 164 pp.
No hay comentarios:
Publicar un comentario