ARTE: MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD (III). SCHAEFFER (1992).
Schaeffer (1992) contra la sacralización del arte.
Una crítica a Schaeffer.
Schaeffer (1992) contra la sacralización del arte.
El semiólogo de la fotografía e historiador de la estética,
Jean Marie Schaeffer, en L'Art de l'Âge Moderne (L'esthétique et la philosophie
de l'art du XVIIIe siècle a nos jours) (1992) descubre en la reflexión sobre
las artes de los últimos años se pueden constatar dos fenómenos aparentemente contradictorios:
el agravamiento de la crisis de legitimación del arte contemporáneo y la renovación
del interés por la estética y en especial por la kantiana.
Respecto al primero, el agravamiento de la crisis de legitimación
(identidad) del arte contemporáneo se evidencia en los numerosos ensayos y artículos
que se cuestionan el estado presente del arte e incluso su fin. Muchas respuestas
abogan por el abandono de la Posmodernidad e incluso de la Modernidad, la revisión
de esta, e incluso la vuelta al clasicismo o al eclecticismo. En la música se observa
en los comentarios desengañados del serialismo, y en la literatura en las peticiones
al retorno a la “gran tradición” (el gran relato). Algunos de estos preconizadores
del “retorno” son los que antes eran más entusiastas de las vanguardias revolucionarias.
Los más apocalípticos claman que el clasicismo y el eclecticismo no son más que
remedios ineficaces: el arte está en su agonía y morirá.
En cuanto al segundo, es patente la renovación del interés
por la estética y en especial por la kantiana. Esta fue eclipsada por las diversas
hermenéuticas del arte que aparecieron después del romanticismo, pero ha renacido
gracias al interés por muchos de sus conceptos, como se manifiesta en las obras
de Lyotard y Ferry. Lyotard defiende las vanguardias, pero, en contra, Luc Ferry
relee la estética kantiana a fin de desarrollar una teoría de la individualidad
política y una ética, subordinando así la estética y el arte a la filosofía social.
El pensamiento kantiano es usado así para establecer una crítica a las vanguardias.
Schaeffer [p. 12] concuerda con Ferry en que Kant concibe
la estética desde el punto de vista del ideal comunicativo trascendental, pero
desmiente que esta utopía de la transparencia estética pueda fundar una teoría del
arte y, sobre todo, una teoría social del arte; además, Kant aplicaba su paradigma
de lo bello a lo bello natural y no a lo bello artificial (el arte). Ante estas
dos lecturas contrapuestas, una a favor y otra en contra de las vanguardias, Schaeffer
se interroga sobre la posibilidad de utilizar la estética kantiana como fundamento
de una teoría del arte moderno. Opina que su importancia no reside en lo que nos
dice sobre el arte, ni en la “salvación” de la estética por la ética, sino en
lo que nos enseña sobre el estatuto del “discours sur l'art”. En cuanto al arte,
este seguirá un camino independiente de tal debate.
Schaeffer establece una distinción entre la crisis del
arte y la crisis del discurso de legitimación del arte. La segunda es evidente
como lo vemos en las revistas y publicaciones. En las artes plásticas, incluso,
la situación es caricaturesca: hay un galimatías abstruso y hueco, con ausencia
de todo criterio evaluativo coherente. La interpretación (sintomática, psicoanalítica
o deconstruccionista), totalmente orreproducible y autolegitimadora, se opone a
la descripción analítica de las obras, que sí es reproducible y accesible a una
verificación por el lector. Si la interpretación es una experiencia intransmisible
per se, se vulnera el derecho del lector a recibir del crítico una descripción
objetiva de la obra que irá a ver (de modo que pueda, si procede, recusarla desde
su propia subjetividad). Por cierto, el arte plástico moderno es mayoritariamente
un arte descriptivo (como el arte holandés clásico), más que narrativo (como el
arte italiano). Pero es más fácil hacer una interpretación que una descripción
(como les ocurre a los historiadores del arte que al abordar la pintura holandesa
caen en la lectura alegórica de los cuadros que de lo contrario les parecerían
mudos) y por eso el crítico de arte contemporáneo se refugia en la interpretación
para escapar al trabajo de la descripción formal, un criterio reforzado por la
dominación del modelo hermenéutico en el discurso del arte. En la crítica literaria
la situación no es tan penosa, pero la interpretación es también la corriente dominante,
con el deconstruccionismo como caso extremo. Las críticas analíticas y descriptivas
han sido arrinconadas por las “interpretaciones profundas” surgidas de una filosofía
mal digerida. Este discurso minimalista sobre el arte, basado en una concepción
historicista (hegeliana) de la evolución artística, ha influido en la crisis del
arte actual, sea minimal, conceptual, etc.
Schaeffer reclama [14] que se superen los estériles debates
interpretativos sobre la modernidad y la posmodernidad, los proyectos, las teorías,
los movimientos y las escuelas, etc. Hay que volver al debate sobre los objetos,
las obras de arte. Hay que superar la tesis de que el acto artístico se reduce
a sus procedimientos de legitimación sociales, filosóficos, religiosos u otros.
¿Cuál es este discurso? Se plantea en él la eterna cuestión de qué es el Arte,
tan apremiante que muchos artistas han considerado que la finalidad de la práctica
artística es responder a esta cuestión. Kandinsky escribe sobre el arte moderno:
«Su “qué” no será el qué material, orientado hacia el objeto, del periodo precedente,
sino un elemento interior artístico, el alma del arte». El minimalismo y el arte
conceptual no son sino los resultados extremos de esta línea de búsqueda de la esencia,
el primero con la reducción de la obra a su objeto mínimo, el segundo con la eliminación
del objeto subsumido en su construcción teórica. Pero esta búsqueda esencialista
no tiene sentido: para Schaeffer el arte no es un objeto dotado de esencia interna,
sino que, como todo objeto intencional, es lo que los hombres hacen [15]. La evolución
del arte no es lineal, de lo accesorio a lo esencial. El minimalismo no es más esencial
que el expresionismo abstracto, el cubismo, el arte gótico o cualquier otro estilo.
Que unas nos parezcan más próximas que otras no las hace más próximas a la “esencia”
del arte.
La búsqueda de los elementos fundamentales del arte no
es más que un aspecto de la respuesta a la cuestión: ¿Qué es el Arte? Y con ello
volvemos a revisitar el apartado anterior.
Algunos han creído encontrar su esencia en un “estatuto
cognitivo”, que presenta al arte revestido de varias propuestas: como un conocimiento
extático, revelador de verdades ocultas al conocimiento profano-científico; como
experiencia trascendental que fundamenta el ser-en-el-mundo del hombre; como la
presentación de lo irrepresentable (el acontecimiento del ser). Todas estas propuestas
se basan en la sacralización del Arte, opuesto (como saber de orden ontológico),
a las otras actividades humanas (entendidas como alienadas, deficientes, inauténticas).
Sus defensores ignoran (o fingen ignorar) que esta tesis implica una teoría del
ser: si el arte es un saber extático es que hay dos tipos de realidad, la aparente
(accesible mediante los sentidos y la razón) y la profunda (accesible sólo a
través del arte y eventualmente de la filosofía). Además, esta tesis conlleva una
concepción del discurso del arte al establecer una legitimación filosófica de
la función cognitivo ontológica del arte, lo que encierra una idea subrepticia:
que el arte y sus obras necesitan, deben, legitimarse en la filosofía. Esta creencia
explica la compulsión [16] de muchos artistas a crear obras que expliquen qué es
el arte, a legitimar sus obras, a hacer obras que son más filosofía
que arte (Kosuth y los conceptuales son un ejemplo evidente). Han fusionado, y
con ello han provocado la crisis del arte, la búsqueda de la esencia del arte con
la de su legitimidad filosófica.
Schaeffer bautiza esta línea interpretativa (y estéril)
como teoría especulativa del Arte [16], la cual combina una tesis objetual (el arte
cumple una tarea ontológica) con una tesis metodológica (para estudiar el arte
hay que conocer su esencia, su función ontológica). Esta teoría especulativa es
deducida de una metafísica general que la legitima. Hay varias metafísicas a elegir:
la sistemática de Hegel, la genealógica de Nietzsche, la existencialista de Heidegger.
Las diferentes propuestas se plasman en diferentes definiciones del arte, que definen
la esencia del arte. Pero, como Schaeffer indica, al no haber una esencia del arte,
se convierten en definiciones “evaluativas” [16], por cuanto las obras son identificadas
como obras sólo por su identificación con un ideal artístico específico, el de
su pretendida definición de esencia (trascendente). Es una Teoría del Arte, basada
en una esencia considerada ontológicamente superior a las propias prácticas artísticas.
Después de dos siglos, esta teoría especulativa del Arte
es la doxa (el término significa gloria) de la reflexión sobre las artes,
la teoría dominante en suma. Hegel la precisa: el arte revela «lo Divino, los intereses
más elevados del hombre, las verdades más fundamentales del Espíritu». Durante un
siglo los autores se limitaron a reproducir estas palabras, este lugar común de
la estética. Incluso encontramos esta tesis, bajo otras palabras, cuando Heidegger
escribe: «Siempre, cuando el todo del ser-en-tanto-que-él-mismo requiere la fundamentación
en lo abierto, el arte alcanza su esencia histórica en tanto que instauración. Ella
(la apertura del ser) se impone en la obra; esta imposición se cumple mediante el
arte» [17].
Heidegger no necesita profundizar más, pues se conoce
de acuerdo con una tradición: Hegel, Hölderlin, Novalis, el joven Schelling, y,
más tarde, Schopenhauer, Nietzsche... Son filósofos, filósofos-poetas y, todos,
alemanes. Heidegger, en una perpectiva distinta a la de Schaeffer, cree que el arte
es una vía suprema de la realización profunda —existencial— del ser humano, que
mediante la obra artística se abre al mundo exterior, al acontecimiento y su circunstancia
histórica, en definitiva al tiempo y a la existencia. La obra es el camino para
la realización de una presencia humana en el tiempo, en el mundo. El énfasis de
la teoría existencialista, claro está, se pone en el concepto de la existencia,
no en la obra. La obra de arte sólo tiene auténtico valor en cuanto responde a
la necesidad de sentor la existencia. Es otra forma de apelación nominal a la esencia.
Schaeffer explica que la teoría especulativa del Arte
ha jugado un papel de legitimación para una época del arte occidental, la de la
Modernidad (el “Modernisme”, un término francés muy ambiguo en español).
Muchas de las obras de esta Modernidad las justificamos por su calidad, pero este
discurso especulativo nos ha trabado, anclado en el pasado, aunque cada generación
crea que innova al variar algunos elementos del vocabulario artístico. Schaeffer
reclama una liberación, una ruptura con esta teoría especulativa.
La gran cuestión [18] es la función histórica de la sacralización
del Arte. ¿Dónde y como su destino histórico se ha anudado? ¿A qué necesidad correspondía
y qué función ha de cumplor hoy? Cita a Valery, en su conferencia del 19 de noviembre
de 1937, en la que este explicaba que al final del siglo XIX la juventud (que luego
sería vanguardista) entendía el arte y la poesía como una especie de culto o religión,
de un carácter sobrenatural; era una juventud poseída por el sentimiento del valor
universal de las emociones del Arte. Este pensamiento místico del arte venía a
cubrir un enorme hueco ideológico, dejado por el general desencanto hacia las abstrusas
teorías filosóficas, las incumplidas promesas de la ciencia, la religión asaltada
por las críticas de la filología y la filosofía, y una metafísica derrumbada ante
los análisis de Kant. Valery repetía el mismo diagnóstico de más de un siglo antes,
cuando Schlegel y los románticos alemanes aducían la crisis de los fundamentos
filosóficos y espirituales de su tiempo, y, como salida, proponían al Arte y la
poesía. Es, pues, a finales del siglo XVIII cuando hay que situar el nacimiento
de la teoría especulativa del arte, en el seno de la revolución romántica, como
una respuesta a la doble crisis espiritual (la religiosa y la filosófica). El origen
de estas crisis está en la Ilustración y su apogeo lo identificamos con el criticismo
kantiano. Schaeffer nos avisa del peligro de suponer que la “revolución” romántica
fue un progreso: fue una reacción contra el movimiento de las Luces (laico y racional).
Su nacimiento se debió a múltiples factores sociales, políticos e intelectuales
(la Revolución francesa, la emancipación social de los artistas, la aparición del
mercado —burgués— como regulador del arte).
Schaeffer resume [19] el síndrome romántico en dos puntos:
Primero, la experiencia de una desorientación ligada a la diferenciación creciente
de las diversas esferas de la vida social. Segundo, la irreprimible nostalgia
de una reintegración armoniosa y orgánica de todos los aspectos de esta realidad
vivida como discordante y dispersa. El mundo presente es un mundo desencantado
(un concepto común a Hegel, Lukacs y tantos otros) y su Unidad no se ha realizado,
sino que ha de reconstruirse. Es una obsesión filosófica y teológica.
La filosofía kantiana es el punto neurálgico de esta
crisis, pues el criticismo kantiano es visto como el responsable del desmantelamiento
de la ontología filosófica y de la teología racional, desde entonces golpeadas
por un interdicto especulativo: el discurso filosófico y teológico no puede acceder
a lo Absoluto. Esta tesis es aceptada por los románticos y proponen una solución,
propuesta por la teoría especulativa: el Arte y la poesía reemplazarán al desfalleciente
discurso filosófico y teológico. Es decor, la sacralización del Arte actúa (y
le constituye) como una “compensación”.
Es preciso anotar que la instauración del Arte como revelación
ontológica no nace de un desfallecimiento de la filosofía como ímpetu metafísico,
sino de la incompatibilidad entre su forma discursiva (deductiva y apodíctica, incondicionalmente
cierta) y su contenido (o su referencia) ontológico; la obra de arte retomará pues
el ímpetu metafísico y realizará la presentación del contenido de la filosofía.
Novalis, por ejemplo, inspirándose en las teorías neoplatónicas, afirmará que
la realidad fundamental es accesible únicamente a través del éxtasis poético que
escapa a la discursividad racional, pues esta es incapaz de superar la dualidad
entre un sujeto que anuncia y un objeto sobre el cual descansa la enunciación:
sólo el poeta es a la vez sujeto y objeto, yo y mundo, pues él sólo tiene acceso
a lo Absoluto. La sacralización de la poesía y del Arte no es seguramente una invención
romántica: la figura del poeta como intérprete de la voz mántica, como profeta
u oráculo, se remonta a la Antigüedad. Será retomada por el naciente cristianismo,
bajo la forma de una invocación a Dios, llamado a secundar la voz del poeta cristiano.
La tesis resurgirá de vez en cuando en la Edad Media, y aún en el Renacimiento,
pero siempre será marginal. Hay, sobre todo, una diferencia fundamental entre
la revolución romántica y estas sacralizaciones anteriores de la poesía: la exaltación
romántica de la poesía cumple una función compensatoria ante la crisis de la Weltbild
(imagen del mundo) tradicional, lo que no era el caso de los defensores anteriores
de la función divina de la poesía.
La tradición de la teoría especulativa del Arte no puede,
por tanto, identificarse exclusivamente con el romanticismo, que establece un doble
arreglo con la filosofía posterior: no sólo el Arte tiene una función ontológica,
sino que además es la única presentación posible de la ontología, de la metafísica
especulativa. Aquí surgieron discrepancias entre los filósofos posteriores: Schelling
y Hegel, tras una juventud romántica en la que defendían el predominio del arte
sobre la filosofía, acabaron por restaurar los derechos especulativos de la filosofía,
como figura última del Espíritu. El Arte seguirá teniendo una función de revelación
ontológica, pero su relación con el discurso filosófico será diferente, no de
predominio. Esta solución idealista al problema de la relación jerárquica entre
el Arte y la filosofía, será repensada por otros pensadores, como Schopenhauer,
Nietzsche o Heidegger. Por ejemplo, el joven Nietzsche volverá a la concepción
romántica y reservará al Arte (en su forma dionisíaca) la función de revelación
ontológica última, mientras que Heidegger postulará un diálogo igualitario entre
las dos actividades.
Pero, si es verdad que con el idealismo objetivo la filosofía
retoma la antorcha de lo Absoluto de manera que el Arte no debe reemplazarla, el
discurso endóxico (la ciencia sobre todo) y la realidad común continuaron apareciendo
como figuras de desencanto y alienación. La motivación profunda que había originado
la teoría especulativa del Arte —su función compensadora— continuó existiendo.
Desde entonces, el Arte ha intentado siempre equilibrar la invasión de la cultura
moderna por los saberes científicos. Las manifestaciones de la filosofía idealista,
con Schopenhauer (pesimismo gnoseológico), Nietzsche (vitalismo) y Heidegger (existencialismo),
se oponen al discurso científico o tienden a desvalorizarlo. Asimismo esa compensación
se extiende a la consideración de la realidad cotidiana, social o histórica, y,
por ejemplo, Novalis entiende que la poesía debía “romantizar” la vida; Hegel sostiene
que el Arte realiza el relevo de la existencia (étantité es, en verdad, un
término muy abstruso, referente a la existencia en el tiempo del ser) empírica
por el ideal; el joven Nietzsche, lector de Schopenhauer, clama que el arte dionisíaco
desgarra el velo de la maya (la tela sagrada del templo griego) y nos libra
de la toranía de la Voluntad; para Heidegger la poesía nos sitúa fuera de nuestro
ser-allá inauténtico y nos conduce a una escucha del “decir” del ser (el único
modo de transformación en el auténtico ser-aquí). Todos ellos tienen en común
la nostalgia de una vida “auténtica”, que no sea desacralizada ni alienada. Schaeffer
nos muestra [22] cómo Hegel, Schopenhauer, Nietzsche o Heidegger adaptan la teoría
especulativa del arte a su propia ontología, cómo intentan conjugar la tesis de
la naturaleza extásica del Arte y su pretensión —en tanto que filosófos— de ser
los depositarios de un saber extásico, cómo, en fin, todos ellos tienen necesidad
del Arte como contrapeso a una visión polémica de la realidad común. A diferencia
de los filósofos, los artistas (como lo atestigua el texto de Valéry), tuvieron
evidentemente la tendencia a elevar el arte a costa de la filosofía, reabriendo
así la querella de la jerarquía entre ambos, tan antigua como la obra de Platón
sobre la oposición entre filosofía y poesía. Arnold escribió en The Study of Poetry
(1880): «Cada vez más los hombres descubrirán que es hacia la poesía que debemos
volvernos para buscar interpretaciones de la vida, para encontrar consuelo y sostén.
Sin la poesía nuestra ciencia será incompleta; y la mayor parte de lo que pasa ahora
por ser religión o filosofía será reemplazado por la poesía. ¿Y que son nuestra
religión, nuestra filosofía, sino la sombra, el sueño y la ilusión del verdadero
conocimiento?». En la actualidad, el artista conceptual Joseph Kosuth retoma la
tesis romántica de la incorporación de la filosofía por el arte: «El lenguaje filosófico
o teórico es una palabra en el interior del arte. El siglo XX ha visto el nacimiento
de una época a la que podríamos llamar “El fin de la filosofía y el comienzo del
arte». Schaeffer precisa que la tesis de Kosuth se asemeja a la romántica en cuanto
subyace una problemática filosófica, y que Kosuth hace una apropiación abusiva
de la filosofía wittgenstiana, interpretada desde una visión mística.
Bajo tan diversas formas, más o menos degeneradas (se
refiere a Kosuth) la sacralización de la poesía y del arte ha tentado a la mayor
parte de la vida artística y literaria moderna, constituyendo un lugar común estético
del arte occidental después de dos siglos. Mito de legitimación de las artes, ha
acompañado la transformación social de las prácticas artísticas: su lento acceso
a la autonomía estética y su integración en la economía de mercado (la sustitución
de las relaciones de dependencia personal entre artista y cliente por las relaciones
anónimas y aleatorias de la oferta y la demanda). Parece como si la pérdida de
las legitimaciones funcionales tradicionales (religiosas, didácticas o éticas)
haya creado un vacío, en el cual fuese engullida la filosofía, también ella en
crisis por la debacle de las teodiceas racionalistas y a la búsqueda de una nueva
legitimidad. Debuta así la larga historia de una recíproca fascinación, catalizada
por el rechazo a un enemigo común: la prosaica realidad, oculta bajo la multiplicidad
de sus horrorosas máscaras.
Toda sacralización de una realidad profana implica la
tergiversación de esta y la sacralización del Arte no escapa a la regla. Transforma
la parte de vida prosaica a la cual las artes no sabrían escapar, como el mercado,
el clientelismo, las camarillas y otras realidades demasiado humanas, pero, aunque
la transfiguración sea una de las funciones de todo mito, cabe consignar los efectos
negativos de la teoría especulativa, que afecta a nuestra relación con el arte:
por su dogmatismo especulativo nos ha vuelto ciegos a la lógica efectiva de la
experiencia estética y artística.
Es en este punto donde reencontramos a Kant, quien por
el lado de su filosofía general es el representante de ese desencanto del mundo
contra el cual se eleva la protesta de la sacralización del Arte, pero por otro
lado, en su análisis del juicio estético que surge de su Crítica de la facultad
del juicio, Kant es quien hace una anticipatoria crítica de los fundamentos
lógicos de la teoría especulativa del Arte. Expone de manera concluyente el carácter
específico (no determinante, pues no es apodíctico) del juicio estético, demostrando
la imposibilidad de toda doctrina de lo bello. Aplicada a las artes, esta reflexión
acusa de nulidad cognitiva a toda doctrina filosófica fundada sobre una definición
de la esencia del arte y, además, limita el discurso estético a la crítica evaluativa
de las obras y al estudio de sus apariencias fenomenológicas.
Ahora bien, el romanticismo —y los movimientos que le
siguen— cortocircuita la tesis kantiana, al reducir lo Bello a lo Verdadero y al
identificar la experiencia estética a la determinación presentativa de un contenido
ontológico. El ámbito del arte deja de ser nuestro encuentro con las obras y se
convierte en manifestación del Arte tal como este es determinado por la estética
especulativa: si el Arte revela el ser, las obras artísticas revelan el Arte y
se las debe interpretar en atención a ello, como realizaciones empíricas de una
misma esencia ideal. Schaeffer insiste en la tesis básica: es porque las obras
(y las artes) pueden ser reducidas a Arte que este puede ser una revelación ontológica,
y así la definición del Arte como presentación de la ontoteología implica la reducción
de las obras (y de las artes) a la teoría especulativa del Arte.
Definiendo el Arte por su contenido de verdad filosófica,
la teoría especulativa pretende describir la esencia, cuando lo que en realidad
hace es proponer un ideal (entre otros): se sigue de este modo un juego de exclusión,
como lo prueba la Estética de Hegel, que excluye o margina con todas las
fuerzas todos los géneros artísticos o literarios reputados como impuros o no esenciales:
la música instrumental, la novela, la escultura pre-griega, el arte oriental, etc.
De modo general, se puede decir que en la teoría especulativa
del Arte el discurso de la celebración usurpa el lugar de la descripción analítica
de los hechos artísticos, al mismo tiempo que la experiencia estética se reconvierte
en juicio apodíctico (sin dudas, absolutamente seguro de su verdad). No es seguro
que la filosofía haya ganado, pero sí es evidente que nuestra relación con las artes
se ha empobrecido.
Entregándonos al espejismo filosófico del Arte, nos escindimos
de la realidad, múltiple y cambiante, de las artes y las obras; pretendiendo que
el Arte importaba más que la obra concreta, en el lugar y el momento, hemos debilitado
nuestra sensibilidad estética (y a menudo nuestro sentido crítico); reduciendo
las obras a jeroglíficos metafísicos, hemos obstaculizado las sendas de nuestros
placeres y negado la diversidad (y la riqueza) cognitiva de las artes.
T. S. Eliot escribe que «nada en este mundo de aquí,
ni en el otro, reemplaza lo que sea del otro». Schaeffer lo aplica al arte: si
puede ponerse al servicio de la revelación religiosa —a menudo lo ha hecho con esplendor—,
no sabría empero reemplazarla; si puede exponer, ilustrar o defender las doctrinas
metafísicas —a veces lo ha hecho con elegancia—, no sabría en todo caso reemplazar
su elaboración filosófica (su insuficiencia es evidente en la obra pretenciosamente
filosófica de Kosuth). Creerlo es gastar palabras. Las artes, si renunciamos a ello,
no saldrán disminuidas: ninguno se mantiene en lo imposible. Quien ama las artes
no tiene ninguna razón de lamentarlo, pues son en sí mismas —si no están al servicio
de nada o nadie— una fuente tal de placer e inteligencia que no estará tentado
de cambiarlas contra una religión o una filosofía en rebajas.
Una crítica a Schaeffer.
Pero la perspectiva de Schaeffer, es apasionadamente objetable.
No distingue entre modernidad y posmodernidad, ni entre primeras vanguardias, segundas
vanguardias y posvanguardias. Toda la cultura del siglo XX es presentada como moderna,
todo su arte es vanguardia, con lo que pone en el mismo nivel a Picasso y a Warhol,
a Moró y a Koons, a Proust y a los últimos novelistas minimalistas, a Stravinski
y a los Beatles. Es un reduccionismo —curiosamente minimalista en su no confesado
trasfondo— carente de rigor filosófico-histórico, de una simplicidad atractiva,
pero que, en todo caso, conduce a un rumbo sin salida. ¿Por qué defiende Schaeffer
esta tabula rasa del arte y la reflexión estética de dos siglos? Considera
que la gran división en la cultura y el arte se produce con la revolución romántica
y la debacle del racionalismo, y que esta se refuerza a principios del siglo
XX, con la abstracción —la pérdida de la referencia a la realidad objetiva—, la
innovación artística compulsiva, la creencia absoluta en el progreso, etc. De ese
momento de crisis de la conciencia surgirían todos los males y frustraciones de
nuestra época, como si no tuviéramos responsabilidad sobre nuestro propio destino
y la realidad que forjamos... En realidad, en oposición a la tesis de Schaeffer,
la crisis de la razón es eterna, no circunscrita a la Edad Contemporánea. La lucha
del hombre por salir de las tinieblas de la ignorancia sin quemarse en la luz,
por unir razón y mito, adopta múltiples formas y sufre incontables vicisitudes,
más allá de todo momento concreto de la Humanidad.
El pesimismo y el miedo ante un mundo cambiante, sin
sólidos y inmutables referentes que respondan a sus misterios, laten bajo el discurso
de Schaeffer, que propugna renunciar a la interpretación para volver a lo más cercanamente
próximo a lo inmarcesible, a la percepción inmediata del objeto. El hombre preterido
ante sus obras. Renunciar al debate mental para aplicarse a la catarsis de lo objetual.
Reconocernos en las obras para así huir del yo que nos estremece. No entiende que
prescindir de la poesía es cortar las alas de los sueños. Decía su denostado
Hölderlin: «El hombre, un dios cuando sueña y apenas un mendigo cuando piensa».
Invoquemos con pasión el derecho, no, más aún, el deber del hombre de soñar, especular,
vivor...
La gran tragedia de los creadores de la modernidad fue
tener que elegir entre el arte y la vida, entre el acceso al conocimiento y el
vivir el momento, cada día. La elección entre ambos caminos insufló una atroz tensión
en muchas de sus obras y explica su evolución —a escala personal— por los vericuetos
de los movimientos artísticos. La renuncia alimentó su creación con la insufrible
tensión de quien se despoja de lo que intuye imprescindible.
Los que tomaron el camino del ascetismo que se concentra
en el arte y volvieron a una eterna interrogación sobre los límites del ser, se
encontraron haciendo puro arte, en las fronteras de este, pero volviendo la espalda
al compromiso con la vida, que no es es sino el compromiso con el hombre mismo.
Por ello, deshumanizados, su arte se ha vuelto estéril, como los pasos en el desierto
borrados por el viento y el tiempo.
Pero los que tomaron el camino de la vida se perdieron
en un mundo ajeno a la comprensión inmediata, alienado por fuerzas incomprensibles.
Sus obras, perdido todo anclaje en la autenticidad del arte, derivaron en juego
vivencial, en frívola ocurrencia. El arte confundido con la obra de un momento,
cuando el arte, si es fruto de la pasión verdadera, exige todo lo contrario, la
totalidad del tiempo, llegar hasta sus mismos confines de agotamiento, exige la
razón-que-llena-el-tiempo, una aplicación infinita, una reflexión ilimitada, que
sólo termina con el abandono —ante la frustrante imposibilidad de seguir—, nunca
con el contento ante la obra siempre imperfecta, siempre la obra de arte como esbozo-en-el-tiempo
de una obra posterior. Invirtiendo el concepto de Bajtin, la obra se define como
nunca «no finalizada».
Por mi parte, no se trata de darle la razón a Sainte-Beuve
y explicar la obra por el autor, pero sí que no debemos olvidar que la obra —o el
texto— no es nada, o muy poco, si no constituye la sublimación de un determinado
núcleo existencial, por más que sea innegable la concurrencia de otros factores.
Por lo demás, recaer en el fetichismo del objeto llevaría al retorno de la mímesis,
de la representación como copia de la naturaleza. Ese el peligro, no marginal,
que subyace inadvertida en la propuesta de Schaeffer. El hombre dejaría de ser
referente del arte, y entonces ¿quién o qué alumbraría lo irrepresentable, los
misterios del recóndito en el yo? Aun más, Schaeffer sucumbe a su propio Monstruo,
y presenta el arte y el juicio del arte como esquemas mentales del hombre, criaturas
de una metafísica concreta, en la que la Naturaleza pretendidamente inviolable asumiría
el papel de refugio del Hombre, barrera ante las dudas del confuso existir. Coloca
al objeto como máscara del propio hombre, en un juego de infidelidad de este consigo
mismo, pues se engaña con sus propias criaturas. En definitiva, la esencia del arte
—léase la de Schaeffer— se explica en su máscara objetual. Es la misma neurosis
del hombre contemporáneo, la esquizofrenia lacaniana asumiendo una forma no original,
el mismo molde que ofrecen los “nuevos realistas”, volvamos al objeto, puesto que
el hombre no nos agrada y le tememos. En definitiva, Schaeffer nos aporta un juicio
revelador de un problema estético directamente relacionado con las conjeturas más
profundamente sentidas del hombre desde siempre (su esencia, su misión, su paso
por el tiempo, su pervivencia en la obra, su interrogación como forma de conocimiento,
su trágica indefensión ante lo no conocible), pero no altera nuestra apreciación
de que la morada del hombre moderno sobre sí mismo es la morada forme del que
se interroga sobre lo desconocido, que mora de frente al espejo del Dios de antaño,
y reconoce las líneas ocultas de la humanidad. El hombre moderno no debe abdicar
de esa visión poética, sino romper la barrera del espejo y aventurarse en lo imposible
soñado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario