ARTE: MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD (VI).
De la posmodernidad como modernismo.
¿Tiene futuro la posmodernidad?
Una conclusión.
BIBLIOGRAFÍA.
De la posmodernidad como manierismo.
Asumamos una proclama inicial: la posmodernidad es el
SIDA del arte. Es la suprema manifestación de su progresivo debilitamiento, hasta
la ruptura actual, su anunciada agonía.
Una segunda proclama: estamos en un mundo caótico. No
sabemos nada, no comprendemos nada. Estamos en desacuerdo en todo y contra todos.
Un radical escepticismo, una acongojante desesperanza, ha caído como una plaga
sobre las ciencias, la cultura y el arte. Pongamos un ejemplo: no hay dos autores
que se pongan de acuerdo sobre qué es la posmodernidad y en qué se diferencia
de la modernidad.
Brevemente, veamos cómo se acumulan los problemas teóricos
sobre la distinción entre modernidad y posmodernidad. Sin duda las soluciones
no cuentan con la ventaja que da el poso del tiempo para alcanzar un consenso,
pero aun así es llamativo que los dos grandes bandos enfrentados, la filosofía-historia
de la cultura por un lado y la crítica-historia del arte por el otro, mantengan
posiciones tan contrastadas respecto a los conceptos y límites temporales de la
modernidad y la posmodernidad. A guisa de ejemplo, en el primer bando la posmodernidad
se fecha a partir de 1960, y, desde su perspectiva cultural sistémica, incluye
como posmodernos a la mayoría de los movimientos artísticos epocales incluido el
pop art, mientras que, por contra, el segundo bando (el de los críticos e historiadores
del arte) considera a los movimientos artísticos que surgieron entre 1960 y una
fecha X como “segundas vanguardias” aún pertenecientes a la modernidad y limitan
el calificativo de posmodernas a las tendencias nacidas a partir de esa fecha
X, fluctuante según los autores, entre 1968 y 1985, aunque hay mayoría que la sitúa
en los años 80. En suma, las historias de la cultura y del arte van por separado
y ambas penetran en la otra, en una guerra sin cuartel. Los filósofos y poetas asumen
el reto de escribir (bajo el manto de la estética) una historia del arte, mientras
que los críticos y artistas pretenden ser filósofos y poetas.
Refirámonos con más atención a estas tardías “tendencias
posmodernas”. Lo primero que nos sorprende cuando las estudiamos con atención es
que en realidad nacieron en los años 60 y 70 e incluso antes, a finales de los
50. Tomaron conciencia de su individualidad después, ciertamente, pero sus valores
artísticos estaban marcados ya entonces. En especial citemos, en Europa, el neoexpresionismo
alemán y la transvanguardia italiana, y en EE UU (más exactamente en Nueva York
y hacia 1984-1985), una serie de neomovimientos (neominimalismo, neoconceptualismo,
simulacionismo, nuevos abstractos), marcados todos ellos por la relectura de las
segundas vanguardias. De este modo nos encontramos con unas segundas vanguardias
que se apropian de elementos de las primeras vanguardias, y que a su vez son apropiadas
por unas tendencias posmodernas. Esta apropiación continuada, casi cíclica, desemboca
forzosamente en un manierismo inextricable e infinito, jugando con cualquier movimiento
anterior que se ponga a toro. Pronto llegará —en realidad ya lo ha hecho— un movimiento
que se llame neoneoneoneominimalismo. Y lo que resta por venir. Así, la confusión
sobre los límites temporales y estilísticos es total. Obras de finales de los años
60 son presentadas como ejemplos de movimientos artísticos que habrían nacido bien
entrados los años 80. Las fechas bailan de unos países a otros, según cuándo son
las exposiciones llegan con su inmediato impacto: cientos, miles de artistas están
preparados para subirse al caballo de la última tendencia que llegue a su ciudad,
vieja ya en la otra ciudad.
¿Cuáles serían, según la crítica, los rasgos de ese posmodernismo?
Disolución de los discursos artísticos globales, pérdida de la homogeneidad, retorno
a las imágenes con el consiguiente abandono de la estética reduccionista, rechazo
del proyecto, nomadismo, fragmentación, eclecticismo, apropiación, en suma, “el
todo vale”. Pero lo cierto es que muchos de los artistas y movimientos llamados
de las segundas vanguardias comparten hombro con hombro tales características,
comenzando por el Pop Art. Los neos posmodernos y algunas de las segundas vanguardias
utilizan los mismos objetos industriales de consumo habitual, repertorios figurativos
y abstractos, fotografías publicitarias, etc. ¿En qué elemento importante se diferencian?
En ninguno. Los “posmodernos” sólo son la insistencia, la repetición, la apropiación
aplastante y agotadora, cargante y aburrida. Son, ¡toma ya! los vorus que debilitan
el cuerpo enfebrecido. Pero seamos buenos, amansemos a la fiera crítica que todos
llevamos dentro, bajemos el diapasón de la soflama. Nuestra opinión final es que
no hay una frontera (como la establecida por Lourdes Corlot) entre segundas vanguardias
y tendencias posmodernas. Son lo mismo: el arte de la posmodernidad. Son el arte
de una homogénea época de crisis de heterogeneidad. Un trabalenguas que marca
la única regla fija en el juego histórico de esta época: que no hay reglas. Todos
jugamos sucio.
Lancemos una tercera proclama: las armas de este debate
son palabras vacías. Es fácil comprobar cómo los términos críticos son arrojados
al campo de debate sin una mínima objetividad. El mundo de la crítica de arte es
un enorme coto de caza, donde se pertrecha el cazador de raros y abstrusos términos
(cuanto más difíciles de entender más poder de fuego tienen: la bomba nuclear por
excelencia es la deconstrucción) para referirse a cualidades subjetivas, tan absolutas
que pueden decirse del todo y de la nada. Con tales armas (palabras vacías) se
fusila a gusto y conveniencia a los artistas, de modo que incluso muchos pintores
del gótico (por decir un estilo suficientemente lejano en el tiempo como para dudar
de su individualidad) podrían impunemente invocarse e incluirse entre los posmodernos.
El mejor museo posmoderno, a la vez neoabstracto y neofigurativo, resulta ser
la cueva de Altamira.
La crítica, en suma ha renunciado a la objetividad y
ha devenido literatura inventiva, un remedo de poética metafísica, que “interpreta”
y “no ve”. Ya no existe la obra de arte, sólo queda su interpretación. El verdadero
artista no es el autor, sino el crítico-espectador. La obra “no se hace”, “se lee”.
Volvamos, ya cerca del final, al principio. Seamos posmodernos
y regresemos. Una enfermedad mortal ha atacado al arte: este ha renunciado a su
naturaleza (la representación de las formas) y ha ambicionado ser filosofía y literatura
en imágenes, usurpando las superiores cualidades de la palabra para enfocar los
conceptos. Miles de obras artísticas con citas de movimientos anteriores no son
más que vanos intentos de escribir con formas una historia del arte. Absurdo intento.
La Historia del Arte de Gombrich asume mucho mejor ese papel que el cuadro
con más citas que podamos imaginar. El artista, en fin, parece vencido por el mal
de arte, está hastiado de los límites, renuncia a sus medios y pretende asumir
los medios de las otras manifestaciones culturales. No acaba de comprender que
cuando escribe una novela no está haciendo una obra de arte sino literatura. Kosuth,
por ejemplo, ansía la categoría de filósofo y en sus obras conceptuales intenta
establecer una legitimación filosófica de la función cognitivo ontológica del arte,
lo que encierra una idea subrepticia: que el arte y sus obras necesitan, deben,
legitimarse filosóficamente. Pretende explicar qué es el arte, legitimar epistemológicamente
sus obras, hacer obras que son más filosofía que arte. Es ésta, la de Kosuth (y
tantos otros) una confesión de derrota del artista en el trágico camino del verdadero
arte, que es, digámoslo ya, un radical compromiso con la forma y el contenido, un
arriesgado pacto entre los valores estéticos y la vida.
Pero, propongamos una salida del laberinto, una puerta
que deberá seguir el mismo camino iniciático de Dante. Si hay soluciones estas
deben partir de un reanudar el camino prometeico, de ahondar en las simas del ser
humano. Para procurar ascender al Purgatorio y el Paraíso, hemos de descender
primero al Infierno. Hemos de sufrir el fuego demoníaco, que apura las excrecencias,
para gozar de la luz de la revelación. El arte ha de volver a ser moderno, completar
las misiones de la modernidad. Dejemos que los posmodernos exploren con entera
libertad sus rutas: chocarán con los inevitables muros, que son las otras manifestaciones
de la cultura, las otras esferas del hombre, y saldrán del arte para entrar en
lo que sea que escojan. Por nuestra parte, hemos de seguir por otro camino, hemos
de concluir la exploración del arte comprometido con los valores estéticos y el
hombre, del arte que atiende a la modernidad. El arte contrario al manierismo es
el clasicismo. El moderno.
¿Tiene futuro la posmodernidad?
Para unos, la posmodernidad es una continuación de la
problemática y las misiones de la modernidad. Para otros es la gran crisis mortal
de la modernidad. Habermas es el más conspicuo representante de la corriente de
pensamiento optimista que proclama que la posmodernidad debe retomar el proyecto
inconcluso de lo moderno y en su misma senda, más radicales, se hallan Jameson
y Gablik. En cambio, Filiberto Menna y Maldonado son más críticos respecto a la
modernidad, pero aún así también buscan una salida al atolladero técnico en el
que ha encallado la posmodernidad. Subirats, por su parte, combate la posmodernidad,
con planteamientos próximos a la Escuela de Frankfurt, y caracteriza de banal nuestra
sociedad del espectáculo.
El fracaso de la aspiración rebelde y utópica de las vanguardias
históricas no debe ser óbice para volver sobre los mismos pasos, pero con el convencimiento
de los errores cometidos. Lyotard pretende recuperar los valores de la razón y
del compromiso social: «parece necesario prolongar la línea de la razón en la
línea de la escritura», esto es, reservar para el lenguaje —para toda escritura,
sea textual, plástica o musical— la morada iniciática, si no del conocimiento, al
menos de la sensibilidad que en todos nosotros habita. «Contamos con una cantidad
de signos negativos de que la escritura es una línea de resistencia. Basta con
recordar la suerte que los totalitarismos políticos reservaron a las “vanguardias”
consideradas históricas. O si no, basta con observar en la pretendida “superación”
del vanguardismo de nuestros días, armada con el pretexto de que es preciso volver
a la comunicación con el público, el desprecio por la responsabilidad de resistir
y de testimoniar, que las vanguardias asumieron durante un siglo» [Lyotard,
1994: 111 y ss.].
Aceptemos de entrada que no hay posiciones doctrinarias
válidas, porque no pueden aspirar a la universalidad, dada la radical heterogeneidad
de los lenguajes. Ni determinismo absoluto, ni tampoco hay que llegar al nihilismo
de negarlo todo.
Un breve artículo de Calvo Serraller sobre el tema de
la definición del arte nos clarifica que él considera inane el debate Modernidad/Posmodernidad,
pues esta es sólo una parte inclusa en aquélla. «Objeto entre los objetos, sin
aura, el arte parece resistor mal su completa secularización en esta era llamada
posmoderna, aunque sea la del triunfo absoluto de la modernidad. Quizá le ha ocurrido
eso que pasa cuando las cosas llegan a ser sólo lo que son: que dan la impresión
de no ser nada. Dejan de tener misterio. Algo así debía pensar Hegel cuando decretó
la muerte —por consumación— del arte, como antes, y por lo mismo, lo había hecho
con la religión, una de cuyas excrecencias históricas supervivientes fue precisamente
aquél. De hecho, el último atavío teológico con que se disfrazó el arte moderno
fue el de la vanguardia, que ha caído a pedazos. De esta guisa, el arte se ha quedado
desnudo, “in naturalibus”, y en tal estado de virginal pureza, nadie acierta
a definir lo que es. Se dicen al respecto obviedades, como, por ejemplo, que “arte
es lo que llamamos arte”, sobre todo si lo revalidan los museos y otras instituciones
similares. Con ello no se logra, desde luego, avanzar demasiado. Además, con tan
bajo perfil, no es extraño que resulte comparativamente más aplastante su condición
de mercancía en el planetario bazar. En todo caso, revisando algunas de las más
significativas posturas críticas recientes en relación con el sentido que cabe
dar hoy al arte, hay quien sigue reclamando su condición esencialmente negativa
o se agarra al asidero de su ilimitada capacidad de experimentación. Hay, asimismo,
quien le asigna la función de enunciar la verdad de su mentora y hasta quien se
congratula con su circunstancial poder fáctico para transfigurar lo banal. En este
último sentido, los más radicales proponen su caricaturización completa, acentuando
sus peores contradicciones, de forma que se convierta en algo paródico. Hay, en
fin, quien piensa que al arte le resta la piadosa misión de vigilar los estragos
políticos, denunciando las víctimas que acarrea, lo cual ciertamente le garantiza,
cuanto menos, larga duración. Todo eso está muy bien, pero con ello, en nuestra
banalizada sociedad de consumo, el también intrascendente arte, un objeto más,
no logra distinguirse. Carece de misterio, cual esfinge sin secreto, condenada irremisiblemente
a desaparecer. Sea como sea, tanto si el arte efectivamente ha muerto en favor
de vaya a saberse qué creatividad emergente, como si no, la cuestión no ha de estar
en ser antimoderno o supermoderno, sino intempestivo. Lograr un verdadero contratiempo,
como el de enfrentar el misterio a los mistificadores del día» [Calvo
Serraller. Contratiempo. “Babelia” 283 (5-IV-1997) 20.].
Trimarco [Trimarco, 1991. cit. Pérez Villén, 27.] considera
que el Art Conceptual y otras manifestaciones posmodernas (Kosuth, Baldessari,
Cindy Sherman, etc.) encarnan la potencialidad vanguardista y el proyecto de futuro
de reconstrucción de la vanguardia y apunta que «lo moderno es cientifismo y espectáculo,
es fidelidad al dato, a la objetividad obtusa de lo empírico. Lo posmoderno, por
el contrario, es profundización del arte como práctica social, como ejercicio
crítico, lugar de hacerse y deshacerse del significado y de los valores». Alberga
la esperanza de rescatar el espíritu crítico de la vanguardia desde la posición
de la posmodernidad, evitando los errores en que incurrió la modernidad.
Gablik considera que la modernidad se asentaba en una
sociedad optimista, mientras que la posmodernidad es triste, desesperada, decadente,
cínica [Gablik, 1984: 114.]. Hasta 1914 era una modernidad revolucionaria y progresista,
pero el efecto brutal de la I Guerra Mundial fue la pérdida de la fe en un futuro
pacífico y racional [Gablik, 1984: 115.]. Las vanguardias del periodo de entreguerras,
el dadaísmo y el surrealismo, pugnaron contra el sistema de valores tradicional.
Fue un periodo entre la esperanza y la desesperanza, hasta que el nuevo golpe
de la II Guerra derrumbó los últimos atisbos de fe en la razón salvadora. Se pensó
entonces en salvar al individuo, como base para salvar a la Humanidad. Era la
creencia del existencialismo, de los movimientos intelectuales de la segunda posguerra,
y de la pluralidad de propuestas de los años 60 y 70, pero en la posmodernidad,
buscando la consagración de la individualidad y la libertad, la completa desalienación
individual, se ha producido la alienación social —la ausencia de integración y unión—.
Gablik propone que el espíritu de la modernidad se puede recuperar si se restablece
un arte en términos de propósito antes que de estilo, un arte que debe tener responsabilidad
social antes que individualismo.
Una conclusión.
Debemos interrogarnos sobre si el posmodernismo es, respecto
al arte, su acta de defunción o una propuesta de esperanza. Más allá todavía,
si no será esta una época de manierismo, de ocultación subterránea del arte, y
debemos esperar a su resurgimiento, que sólo puede resultar de la vuelta al clasicismo.
¿O es una vana elucubración y esta innovación es sólo la forma del neoclasicismo,
otro de los hilos de lo posmoderno? Nada está resuelto.
La pregunta clave es si se ha abandonado la confianza en
la potencia liberadora del arte. La respuesta es que esta convicción no se ha perdido.
No hay al respecto un consenso ni lo habrá jamás, pero aún perdura en muchos artistas
la creencia de que en la belleza habita siempre una moral. Y esa creencia, universal
y eterna desde que se pintaron las paredes paleolíticas o, más allá aún, desde el
primer hombre que moró extasiado el Universo una noche, nunca perecerá.
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