ARTE: MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD (II).
LOS CONCEPTOS DE LA POSMODERNIDAD.
Bachelard y el arte como poética.
Baudrillard y la sociedad pantalla.
Derrida y la deconstrucción.
La creación por la palabra y la lectura.
El nominalismo.
¿Sabemos qué es el arte?
Schaeffer contra la sacralización del arte.
Una crítica a Schaeffer.
Jameson y la crítica de izquierdas.
¿Es posmoderno el arte realista?
El centro y la periferia.
El tiempo cíclico posmoderno.
La esquizofrenia posmoderna.
Los temas de la posmodernidad: Eros y Tanatos.
¿Un lenguaje internacional posmoderno?
DE LA POSMODERNIDAD COMO MANIERISMO.
¿TIENE FUTURO LA POSMODERNIDAD?
Sobre lo universal y lo particular.
Una conclusión.
Una conclusión.
LOS CONCEPTOS DE LA POSMODERNIDAD.
Hay un pluriculturalismo estético y artístico. Su inmenso,
inabarcable, corpus teórico lo desarrollan Lyotard, Foucault, Lacan, Deleuze,
Derrida, Jameson, Baudrillard, Bachelard, Starobinski, etc. Los grandes conceptos
teóricos de la posmodernidad son el aura (Benjamin), el enmascaramiento y el simulacro
(Baudrillard), la deconstrucción (Derrida) y la represión (Freud). Sus síndromes
son: eclecticismo, citacionismo, fragmentación, oronización y reapropiacionismo.
Pero no debemos olvidar que estos datos apresurados no
acaban el diagnóstico posmoderno. Uno de los fenómenos básicos de la posmodernidad
es la sólida aparición de la contracultura y la correspondiente consagración del
arte marginal. Otro es la muerte de la creencia del artista-genio, del artista,
del autor (una idea de Barthes), cuyo ejemplo máximo es el neo-dadaísmo de
Beuys: como todo hombre es artista, entonces es posible que no lo sea ninguno; es
el artista-chamán que cura (Beuys, Vostell) las enfermedades del espectador.
Bachelard y el arte como poética.
En su madurez (tenía 73 años), en 1957, Gaston Bachelard
publica La poética del espacio, una obra seminal del discurso de la posmodernidad,
en la que el autor supera la fenomenología como forma de aproximación a la realidad,
y propone un estilo de reflexión que se sustenta sobre la poesía que albergan todos
los fenómenos de la creación, desde los más insignificantes a los más excelsos.
Su método es el «estudio del fenómeno de la imagen poética». Con una mezcla de
poesía y misticismo, se recrea en la belleza aparentemente oculta, en el ser propio
de esa imagen poética que nace en la conciencia como resultado directo del alma.
La imaginación entra de lleno en la interpretación personal para desembocar en una
fenomenología del espíritu, en una fenomenología del alma, que puede revelar el
primer compromiso de una obra. Bachelard no ve la obra como un simple sustituto
de la realidad sensible sino como «la fulguración de la imagen», una imagen superadora
de todos los datos de la sensibilidad. En su libro enfatiza el examen de imágenes
modestas, representativas y elocuentes del “espacio feliz”. Si nuestra alma es una
morada, inevitablemente debemos referirnos a la casa, a sus espacios y cosas (cajones,
cofres o armarios), para aprender a “morar” por nosotros mismos. Los ámbitos de
la intimidad y la dialéctica de lo pequeño y de lo grande, «la inmensidad íntima»
—y, por extensión, de lo interno y lo externo, de lo abierto y lo cerrado— son
pasos que recuperan para la imagen todo su saber ontológico.
Bachelard rompía así con su pasado racionalismo y abría
puertas a la actividad propia de la imaginación pura, a la metafísica.
Baudrillard y la “sociedad pantalla”.
Jean Baudrillard, en Las estrategias fatales, analiza
los mass media en una sociedad estadística, que ha perdido los valores cualitativos.
Es una sociedad transparente, en la que se sabe todo y no sabe nada porque falta
capacidad y tiempo para la crítica y el conocimiento (aprendizaje) significativo.
Es una sociedad dominada por la cultura de la pantalla, sin realidad en el fondo,
fragmentada. «Lo real está out, sólo las apariencias funcionan». La cultura
occidental funciona con la metáfora del espejo (la misma tesis de Lacan). «Lo registramos
todo, pero no lo creemos, pues nosotros mismos nos hemos convertido en pantallas».
El arte está confrontado al desafío de la mercancía; la obra de arte tiene ahora
un valor de cambio, una mercancía, un fetiche comercial. El urinario, de
Duchamp, que, con oronía crítica, asume la elevación a obra de arte de la “cosa”.
En 1970, Baudrillard lanzaba su noción del hiperrealismo
para referirse a la desaparición de la realidad, desgajada de los signos que remiten
a la misma, en un mundo dominado por los massa media. En El intercambio
simbólico y la muerte (1976), escribe que el mundo contemporáneo es fundamentalmente
abstracto: ausente la realidad, todo es simulacro. No cabe la originalidad. El artista
posmoderno trata la superficie “hiperreal” como una suerte de naturaleza y juega,
irónicamente y a sabiendas, con el poder de sus simulaciones.
En una entrevista posterior (1996) se revisaban los grandes
temas de Baudrillard [Baudrillard, Jean. Entrevista con Jean Baudrillard
(por Catherine Francblin). “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz”
128/129 (II-1997) 52-57.].
En La transparencia del mal (1990) el autor escribía
que en el entorno actual el arte «ha desaparecido como pacto simbólico por el
cual se diferencia de la pura y simple producción de valores estéticos que conocemos
bajo el nombre de la cultura: proliferación hacia el infinito de los signos...»
[Francblin, Catherine. Entrevista con Jean Baudrillard (por).
“Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 52.]. Para
Baudrillard el mundo contemporáneo es fundamentalmente abstracto: ausente la realidad,
todo es simulacro. Para Baudrillard, el arte es el pretexto para un discurso antropológico
sobre la pérdida de trascendencia y sobre la visualización total que definen hoy
a Occidente.
Baudrillard había publicado un artículo en 1996 [Baudrillard,
Jean. Le complot de l'art. “Liberátion”, París (20-V-1996).], en el que
para Francblin se evidencia que el arte interesa sólo a Baudrillard «en la medida
que conforma los esquemas funcionales y de comportamiento que insporan su crítica
a la cultura occidental». Baudrillard responde: «Es cierto que el arte tiene para
mí un interés periférico. No tengo un compromiso real con él. De hecho, diría que
lo contemplo con el mismo prejuicio desfavorable que sostengo ante la cultura en
general. En este sentido, el arte no tiene ningún privilegio especial frente a otros
sistemas de valores. La gente sigue considerando que el arte es una especie de
recurso inesperado. Yo me opongo a esta visión edénica. Mi punto de vista es antropológico.
Desde este punto de vista, ya no parece que el arte siga teniendo una función vital.
Adolece de la misma extinción de valores, la misma pérdida de trascendencia. El
arte no constituye ninguna excepción frente a esta fase de ejecución total, de
visualización total, que ha alcanzado hoy Occidente. La hipervisibilidad es, de
hecho, una manera de exterminar la morada. Puedo consumir visualmente este tipo
de arte, incluso disfrutarlo, pero no me da ilusión ni verdad. Nos hemos cuestionado
el objeto de la pintura y luego el sujeto de la pintura, pero me parece que nadie
ha demostrado demasiado interés por el tercer elemento: el espectador. Su atención
se solicita cada vez más, pero a modo de rehén. ¿Existe otra manera de morar el
arte contemporáneo distinta al modo en que el mundo del arte se mora a sí mismo?»
[Francblin, Catherine. Entrevista con Jean Baudrillard (por).
“Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 53.].
Baudrillard, en su artículo Le complot de l'art
razonaba sobre una “conspiración del arte”, en la que quienes están vinculados al
mundo del arte son los conspiradores, una metáfora para referirse a un síndrome
en que todos son víctimas y cómplices, sin un conspirador determinado. Como en
la «teatralidad de la política: todos estamos a la vez estafados y complicados»
[Francblin, Catherine. Entrevista con Jean Baudrillard. “Artpress”,
París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 53.].
Baudrillard quiere asumir el papel del no-cómplice, del
no iniciado, del que no sabe, ignorante pero instintivo, siempre indócil, «que
se niega a ser educada», «a caer en la trampa de los signos». «Intento ofrecer un
diagnóstico desde un punto de vista agnóstico. Me gusta ver las cosas como lo haría
un primitivo». Quiere ser “ingenuo”, porque tan pronto como uno entra en el sistema
para atacarlo también se convierte en parte de él. Pero es una posición ineficaz,
porque la misma crítica, por dura que sea, sólo refuerza más el sistema, al regenerarlo.
En política, como en el arte, «pienso que las masas, aunque también ellas participan
en el juego y se las mantenga en una postura de servilismo voluntario, son absolutamente
escépticas. En este sentido, así se aproximan a una forma de resistencia anticultural»
La posición de Baudrillard se desliza así al escepticismo,
al no creer ni en el bien, ni en la posibilidad de evitar el mal. La nada domina
la acción, pues en él no hay acción contra el sistema. En otro artículo suyo, Les
ilotes et les élites [Francblin, Catherine. Entrevista con Jean
Baudrillard (por). “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz”
128/129 (II-1997): 54. En la versión española de la entrevista, los ilotas —espartanos—
son traducidos como “islotes”], Baudrillard critica a las élites y sostiene que
las masas llamadas ciegas son, de hecho, perfectamente lúcidas. Francblin opina
que las masas, en el arte, no son tan lúcidas («el público general es bastante
conformista”) y Baudrillard lo acepta: «En la esfera política, la opacidad de las
masas neutraliza el dominio simbólico que se ejerce sobre ellas. Puede que esta
opacidad no sea tan grande en el terreno del arte y que el poder crítico de las
masas sea, en consecuencia, menor. No hay duda que sigue habiendo cierto apetito
de cultura. Y si la cultura ha tomado el relevo de la política, también lo ha hecho
en términos de complicidad. Sin embargo, el hecho de que las masas consuman arte
no significa que se adhieran a los valores que se les enseñan. Para decirlo de
manera sencilla, las masas no tienen nada a lo que oponerse. Estamos contemplando
un especie de alineación (sic, alienación), una movilización cultural general».
Para Baudrillard es absurda la distinción entre derecha
e izquierda. Francblin insinúa que sus tesis, de no participación real de las masas,
reproducen el mismo tipo de discurso de la extrema derecha y ponen en cuestión el
sistema democrático. Baudrillard responde: «El régimen democrático es cada vez
más disfuncional. Funciona en un nivel estadístico: la gente vota, etc., pero
la escena política es esquizofrénica. Las masas son completamente externas a este
discurso sobre la democracia. A la gente no le importa lo más mínimo. La participación
viva, real, es enormemente débil. / Este público cada vez más amplio, que primero
fue conquistado políticamente y al que ahora intentan conquistar e integrar culturalmente,
se resiste. Se resiste al progreso, se resiste a la Ilustración, a la educación,
a la modernidad, etc.». Y ese rechazo satisface a Baudrillard, en cuanto permite
una verdadera oposición al sistema (aunque no sabría definirla), por cuanto «Todos
los discursos son ambiguos, incluido el mío», todos son cómplices del sistema,
que los utiliza para justificarse a sí mismo.
«Por otro lado, el de las masas, hay algo ignorante e irreductible
en el ámbito de lo político, lo social o lo estético. Todo se está realizando cada
vez más. Un día la sociedad estará plenamente realizada y no habrá más que excluidos.
Algún día todo estará culturalizado: cada objeto será un “objeto estético” y ningún
objeto será estético. A medida que el sistema se va perfeccionando, va integrando
y excluyendo simultáneamente». Integrando y excluyendo a personas y obras de arte.
En el artículo Le complot de l'art, Baudrillard
decía «Los consumidores tienen razón porque el grueso del arte contemporáneo es
basura», lo que Francblin critica, pues el arte es precisamente lo que no está en
ese “grueso”, por ejemplo Bacon (de quien se hacía entonces una exposición en París).
Baudrillard le da la razón: «Estoy de acuerdo, pero no se puede decir nada de
la singularidad», porque los circuitos, los canales de comunicación, globalizan
los contenidos, lo uniforman todo. No podemos distinguir el arte del no arte, sumergidos
por el bombardeo de mensajes. «En el mundo estético, la superestructura es tan apabullante
que nadie tiene ya una relación directa y brutal con los objetos o con los acontecimientos.
(...) Como mucho compartimos el valor de las cosas, no la forma. El objeto mismo,
la forma secreta que hace que sea lo que es, raramente se consigue. ¿Qué es la
forma, después de todo? Algo más allá del valor y que intento alcanzar mediante
una especie de vacío donde el objeto y el acontecimiento tienen una oportunidad
de emitir con máxima intensidad». Si no puede captar la forma, el espectador se
contenta con la estética: «A lo que me acerco es a la estética, ese valor añadido
o barniz cultural tras el cual desaparece el valor intrínseco. Ya no se sabe dónde
está el objeto. Sólo tenemos discursos circundantes, una acumulación de visiones
que terminan formando un aura artificial».
«El fenómeno que observé en Le système des objets
se está reproduciendo ahora en el sistema estético. En la esfera económica, llega
un momento en que los objetos ya no existen en términos de su finalidad y existen
solamente en relación con otros objetos, de manera que lo que se consume es un
sistema de signos. Lo mismo ocurre con la estética. Bacon se consume oficialmente
como un signo, incluso si, individualmente, uno puede intentar re-singularizarle,
redescubrir el secreto de la excepción que él representa. Sin embargo, hoy tienes
que trabajar realmente duro para escapar a los efectos del sistema educativo y evitar
que los signos nos conviertan en sus rehenes. Para volver al momento en que por
vez primera aparece la forma —que es, a la vez, el punto en el que todo el revestimiento
desaparece. El punto ciego de la singularidad sólo se puede abordar de una manera
singular. Esto es antitético respecto al sistema de la cultura, que es un sistema
de tránsito, de transición, de transparencia. Y la cultura es algo que me deja
frío. Todo lo malo que le pueda ocurrir a la cultura me parece bien».
En una entrevista con Geneviève Breerette, en “Le Monde,
Baudrillard dijo que no estaba articulando un discurso de la verdad, que nadie estaba
obligado a pensar como él y le confiesa a Francblin: «no quiero convertir mis juicios
sobre arte en una cuestión de doctrina». «El objeto artístico se presenta como un
fetiche, un objeto definitivo. Rechazo completamente esa forma de presentación
categórica e irrevocable. No busco la conciliación o el compromiso, sino la otredad,
como en un duelo. Volvemos a encontrarnos con la cuestión de la forma. La forma
nunca dice la verdad acerca del mundo; es un juego, una proyección».
«Existen mil maneras de expresar la misma idea, pero
si no consigues hallar el choque ideal entre la forma y la idea, no consigues nada.
Esta relación con el lenguaje como forma, como seducción, como “punctum”, como dijo
Barthes, es cada vez más difícil de encontrar. Pero sólo la forma puede cancelar
el valor. Son mutuamente excluyentes. La crítica es hoy incapaz de articularse
desde una posición de alteridad. Sólo la forma es capaz de oponerse al intercambio
de valores. La forma es inconcebible sin la idea de metamorfosis. La metamorfosis
te permite moverte de una forma a otra sin que te intervenga el valor. No se puede
extraer un significado, ni ideológico ni estético. Entramos en el juego de la ilusión:
la forma remite sólo a otras formas, pero sin que circule el significado. Esto es
lo que ocurre en la poesía, por ejemplo: las palabras resuenan juntas, creando un
acontecimiento puro. Mientras tanto, han capturado un fragmento del mundo, incluso
si no ofrecen ningún referente identificable desde el que uno pueda extraer una
lección práctica».
«He dejado de creer en el valor subversivo de las palabras.
Sin embargo, mantengo una fe incorruptible en la operación irreversible de la forma.
Las ideas o los conceptos son todos reversibles. El bien se puede invertir siempre
y convertirse en el mal, lo verdadero en lo falso, etc. Pero en la materialidad
del lenguaje, cada fragmento agota su energía y todo lo que queda es una forma
de intensidad. Esto es algo más radical, más primitivo que la estética. En los años
70, Callois escribió un artículo en el que describía a Picasso como el gran liquidador
de los valores estéticos. Argumentaba que tras Picasso todo lo que podíamos esperar
era una circulación de objetos, de fetiches, independiente de la circulación de
objetos funcionales. Ciertamente, se puede decir que el mundo estético es un mundo
de fetichización. En la esfera económica, el dinero tiene que circular como sea,
de otro modo no habrá valor. La misma ley rige a los objetos estéticos: se necesitan
cada vez más para que pueda existir un universo estético. Ahora los objetos tienen
sólo una función supersticiosa que provoca una desaparición de facto de
la forma debido a un exceso de formalización, es decir, de un uso excesivo de todas
las formas. La forma no tiene peor enemigo que la total disponibilidad de todas
las formas».
Baudrillard parece sentir nostalgia por un estado más
primitivo que, en realidad, no ha existido nunca: «Por supuesto, y por eso no soy
un conservador. No quiero regresar a un objeto real. Esto sería cultivar una nostalgia
de derechas. Sé que ese objeto no existe, no más que la verdad, pero mantengo el
deseo de él a través de una manera de mirar que es una especie de absoluto, un
juicio divino en relación al cual se revela la insignificancia de todos los demás
objetos. Esta nostalgia es fundamental. Está ausente en todos los tipos de arte
contemporáneo. Es un tipo de estrategia mental que nos asegura que estamos haciendo
un uso correcto de la nada, del vacío».
De la enseñanza de Baudrillard surge una cuestión: aceptemos
que todos protestemos por la institucionalización del arte y nos dediquemos a
la búsqueda de circuitos alternativos (forzosamente contraculturales). Pero ¿existe
la obra artística sin la institución artística? Si la respuesta es negativa —y
no hay prueba de falsación en contra—, entonces esa limitación pervierte el juego
de relaciones, pues el arte es subversivo en cuanto, históricamente, subvierte
las tendencias dominantes y toda institución es represora per se. A no ser
que esto sea un engaño, que las instituciones sean múltiples, que no haya —y nunca
haya habido— la llamada “conspiración” de Baudrillard.
Derrida y la deconstrucción.
La deconstrucción es un fenómeno cultural que nace en el
ámbito de la filosofía y es atendido desde el principio por la teoría y la crítica
literarias, hasta imbricarse en la época neobarroca, en la posmodernidad, pues
los rasgos epocales de la crisis son ejemplares de la deconstrucción: inarmonía,
asimetría, inestabilidad, complejidad, desorden, fragmentación, extravío de la unidad
y la claridad.
Derrida asume el concepto de diferencia de Saussure, que
postula que la repetición que permite a un signo ser un signo también produce una
diferencia, logrando que el signo se desvíe de su referencia inmediata. Derrida
efectúa una aportación postestructuralista o deconstruccionistas sobre la lingüística
logocéntrica que va desde Platón hasta Suassure.
El texto es un todo inacabado, que se va cerrando/abriendo
a medida que es leído-significado por el sujeto lector-escritor. En la deconstrucción
es imposible situarse fuera del texto, «nada hay más allá del texto» [Derrida, De
la Gramatología.], por lo que no cabe hablar de metalenguaje o metadiscurso,
ya que estos estarían inscritos en el ámbito del texto y no fuera de él. Tomando
como ejemplo su lectura de la obra de Escher, es imposible mantener una lectura
de la obra abierta (siempre inconclusa), sin confundirnos con los reflejos de los
reflejos de las imágenes que la pueblan. Niega el valor de una interpretación “auténtica”
que capte el significado real de un texto mediante su lectura; la única interpretación
“auténtica” de un texto sería reescribirlo, ya que desde nuestra posición de lectores
carecemos de las llaves para irrumpir en la tradición en la que nace el texto.
La obra de arte —entendida como la expresión canónica
de la escritura (en sus manifestaciones de la poesía, las artes visuales como huella,
trazo visual)— es la expresión paradigmática de que una huella no puede reducirse
a la interpretación ni tampoco a la supuesta manifestación de que la obra es huella.
Una obra sólo puede asirse, pues, como rastro opaco de la existencia del texto.
Deconstruir consiste en rastrear esos trazos y clarificar
la diferencia con la tradición, abriendo sus lecturas “posibles” e “infinitas”.
La deconstrucción no es un método, sino una práctica que sólo puede definirse por
lo que no es, una práctica a la deriva, de libre asociación interpretativa.
La deconstrucción aplicada al arte hace su énfasis en el
proceso de contemplación, en detrimento de la obra ya cerrada y que no permite acceder
al espectador a la producción del sentido. En la Nueva Crítica literaria, «Gregory
L. Ulmer se refiere a la poscrítica en oposición a la crítica humanista, a la
crítica, llamémosle orgánica o modernista, que es la que pretende la consecución
de la verdad, o la que sigue la lectura lineal y unívoca de la obra de arte. Dicha
poscrítica se nutre de los procedimientos alegóricos y del collage o el montaje
de la cita como instrumento de disección y aproximación a la obra. En este sentido,
la deconstrucción funciona como un acercamiento a la obra de arte que pretende
hacer hincapié en los pliegues del significado, acentuando los deslizamientos
de sentido que se operan tanto en su interior, como en el momento de su recepción
por el público» [Ulmer, G.L. El objeto de la poscrítica, en Foster
(ed.), 1985. cit. Pérez Villén, 18.].
La creación por la palabra y la lectura.
La intertextualidad (la intencionalidad): la obra de arte
gana autonomía una vez realizada: cada espectador completa la obra. La morada del
espectador es subjetiva y al depositarse sobre la obra de arte en un juego especular
impide que trascienda la “verdad de la obra”. No es posible la objetividad en una
sociedad que nos bombardea y contamina con multitud de imágenes. La imagen es una
construcción según códigos sociales de culturas concretas, a lo largo de la Historia.
Las lecturas hacen la obra, se añaden a la obra, como lo demuestra que Goya, Velázquez
y otros han sido admirados y olvidados en distintas épocas, según el gusto de cada
una.
Cabe diferenciar entre dos tipos de lectura. La lectura
histórica: poniéndose en la época de creación, para conocer sus referencias. La
lectura creativa: se lee desde el punto de vista creador, desasosegado.
El nominalismo.
¿Es posmoderno el nominalismo creador? Ya Duchamp proclamaba
que tal cosa era una obra de arte y la ponía en el corcuito de contemplación de
los espectadores. Elegir, nombrar, es ya crear arte. No nos extrañe que Duchamp
sea cada vez más relevante en el arte de finales del siglo XX, pues se él surge
la legitimación (bajo la capa del neo-dadaísmo) de la mayoría de los movimientos
transgresores en la posmodernidad. Este nominalismo crea al espectador crítico el
gran problema de si ¿es arte todo lo se ofrece como arte? pues el nominalismo
provoca una “estetización difusa”. Al enunciar que tal cosa es arte, se la estetiza
con la palabra, la sola y simple palabra. Así, cualquier ámbito de la realidad
puede ser estetizado, no por la creación del artista, sino por la contemplación
del artista-espectador, por su “decor”. Los simulacionistas o apropiacionistas,
con inequívoca raíz en Duchamp), al apropiarse, por ejemplo Warhol (1986), de unas
pastillas de jabón y proclamar que son obras de arte, proclaman la no necesidad
de intervención manual del artista. Este puede ser un “decidor”. Los artistas del
conceptual serán quienes más lejos llevarán esta desimplicación-alejamiento del
artista respecto a su obra.
Decíamos arriba que es un rasgo de la Posmodernidad la
noción del arte como eliminación de toda diferenciación entre lo cotidiano y las
realizaciones del hombre, lo que equivale a una estetización de la vida social,
a un retorno a la pre-Ilustración. Todo es arte, nada es arte. Es la acepción tan
anglosajona —al fin surge la cuestión de la presión de la lengua sobre los modos
de pensamiento— de que “Arts” es casi todo lo que el hombre hace. En una reductio
ad absurdum, matar en masa a otros seres humanos puede ser considerada una
de las formas supremas del arte, lo que, a fin de cuentas, es sólo la multiplicación
masiva (una reproducción técnica) de la propuesta de Thomas de Quincey de que el
asesinato puede presentarse como una de las bellas artes. ¿Puede sorprendernos
que en Internet haya miles de entradas —casi todas norteamericanas— en las que
se abogue por estudiar los aspectos “artísticos” de los asesinatos en serie y en
muchas se ensalce la “suprema belleza plástica del atentado de Oklahoma”? Es un
mundo desquiciado, pero libre, en el que las palabras son de libre apropiación
y sirven para designar cualquier acción humana. Pero ¿esa libertad de nominación
nos obliga a aceptar como arte lo que los otros designan? ¿No estamos renunciando
a nuestra propia libertad al asumir la imposición nominalista de los otros? Cabe
contestar: es preciso responder “No”, cuando creemos que algo no es arte o en referencia
a cualquier cuestión respecto a la que nos sintamos impelidos a oponernos. Sólo
entonces la libertad cobra su pleno sentido de afirmación del individuo contra
la alienación.
¿Sabemos qué es el arte?
Hay una insuficiencia teórica en la categorización de
qué es arte. El abandono de la ideología permite múltiples posibilidades a todas
las clases de expresión cultural, pero a cambio del peligro de constituorse en
vacías de contenido, en meras “formas vacuas” y el arte, más tal vez que otras
manifestaciones culturales, ha perdido su significación. Gombrich, comenzaba su
Historia del Arte (1950) con la proclama: «No existe, realmente, el Arte.
Tan sólo hay artistas».
Gablik [Gablik,
1984: 36.], para su tesis del “arte perturbador” (disturbing
art) toma el concepto del crítico Harold Rosenberg, “objeto ansioso” (anxious
object), que define la clase de arte moderno que nos sume en la incertidumbre
sobre si es o no arte genuino. La dificultad estriba en descubrir porqué es arte
o, incluso, si es arte lo que nos ofrece el sistema.
Calabrese, en su texto El lenguaje del arte
(1987), parte de la hipótesis de que el arte posee un estatuto lingüístico —y,
por tanto, estructurado— que lo hace accesible a diversas clases de estudio de
sus mecanismos de funcionamiento. Calabrese atiende a la relación entre arte y
comunicación. Afirma que el arte es un proceso de comunicación y de significación,
basado en tres premisas: «el arte es un lenguaje», «que la cualidad estética, necesaria
para que un objeto sea artístico, también pueda ser explicada como dependiente
de la forma de comunicar de los objetos artísticos mismos», y «que el efecto estético
que es transmitido al destinatario también depende de la forma en que son
construidos los lenguajes artísticos».
¿Necesita el Arte una legitimación o es independiente
de las necesidades y angustias del hombre? Su autonomía del hombre es inalcanzable.
Existe sólo en cuanto creación humana, pues un Mundo sin Humanidad carecería de
Arte, este desaparecería como tal aunque perviviesen las obras como tales en un
planeta moviéndose por el Universo. Sólo existe el Arte en cuanto se establece
la existencia de un sujeto cogniscente. La Ciencia misma es conocimiento en cuanto
construcción humana; fuera de ella es inexistente, pese a que su objeto siguiese
existiendo.
Asentado este punto de partida, el Arte ha de iluminar
con su intensidad específica la condición humana, pues nuestro conocimiento
sólo se refiere a ella. Establecemos el conocimiento de la realidad sólo si lo
vinculamos al ser (el ser-hombre); un conocimiento no vinculado a éste nos sería
incognoscible, pues no tendría representación ni simbolización, por lo que no podría
ser pensado. Así, la construcción de las ciencias y las artes, es la constitución
(en un proceso alumbrado por la filosofía de la ciencia y la filosofía del arte)
de esferas artificiales del hombre, para someter a su juicio el-más-allá, la otredad
de lo no inmediatamente comprensible (casi todo lo que no sea la inmediata conciencia
del yo-existo del ser).
El arte (y la poesía), ha de interrogarse sobre la naturaleza
y la fragilidad del ser, siempre en el filo de un vivor en el límite. Las obras
nos informan de las claves de los comportamientos humanos, de las oscuras razones
que nos mueven a los seres —todos nosotros condenados a no existir en cierto momento,
hoy desconocido— a situarnos en el precipicio de la propia existencia. En este
camino iniciático al fondo del ser, no nos interesan tanto las obras, los hechos,
como que a través de ellas los personajes de la vida traslucen su naturaleza y
con ello podemos seguir la construcción del mosaico del conocimiento de la existencia.
Mil pequeños hechos, cubriendo el marco de nuestra existencia, religados en nuestro
ser mediante conceptos que exigen la perenne interrogación y que son insoslayables
en el ser-consciente: vida y muerte, amor y odio, belleza y fealdad, verdad y mentora...
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