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sábado, 17 de mayo de 2014

Modernidad y Posmodernidad (I).

MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD (I).
N.B. Sigue en: Temas: Modernidad y posmodernidad (II).*
Índice.
¿QUÉ ES LA POSMODERNIDAD?
Calabrese y el Neobarroco.
Vattimo y la postilustración.
Lyotard y el fin de los grandes relatos.
Síndromes de posmodernidad: la caída de los mitos.

LOS CONCEPTOS DE LA POSMODERNIDAD.
Bachelard y el arte como poética.
Baudrillard y la sociedad pantalla.
Derrida y la deconstrucción.
La creación por la palabra y la lectura.
El nominalismo.
¿Sabemos qué es el arte?
Schaeffer contra la sacralización del arte.
Una crítica a Schaeffer.
Jameson y la crítica de izquierdas.
¿Es posmoderno el arte realista?
El centro y la periferia.
El tiempo cíclico posmoderno.
La esquizofrenia posmoderna.
Los temas de la posmodernidad: Eros y Tanatos.
¿Un lenguaje internacional posmoderno?
DE LA POSMODERNIDAD COMO MANIERISMO.
¿TIENE FUTURO LA POSMODERNIDAD?
Sobre lo universal y lo particular.
Una conclusión.

¿QUÉ ES LA POSMODERNIDAD?
La Posmodernidad aparece en los años 60 y se desarrolla plenamente su conciencia epocal en los años 70 y, sobre todo, en los 80 —cuando surge el término en el debate estético—, sin que haya consenso sobre cúales son sus límites temporales ni conceptuales.
Una cartografía de la posmodernidad la presentan, por ejemplo, Andreas Huyssen [Cartografía del postmodernismo, en Pico, J. (ed.). Modernidad y Postmodenidad. Alianza. ­Madrid. 1988: 189‑248.] y K. Kumar [Post‑Industrial to Post-Modern SocietyBlackwell. Oxford. 1995: 101‑148].
Son años en que se advierte la crisis de la modernidad: Octavio Paz, señala entonces que en determinadas tendencias artísticas, como el New Dada y el Pop Art que triunfan en EEUU, se advertían características técnicas y formales que repetían las de las primeras vanguardias artísticas, incluso repitiendo sus valores ideoló­gicos —como el caso de la ironía crítica de los dadaístas-. En muchas manifestaciones artísticas se repetían los gestos, sin una reflexión profunda sobre la diferencia de la realidad, medio siglo después. La reflexión dadaísta, profundamente racional, pese a las apariencias, había sido sustituida por un juego vacío de contenido. Desde este momento asistimos a una irresistible floración de críticos, teóricos, historiadores de arte, etc. que se aprestan a legitimar ideológicamente a los artistas posmodernos. Pocos de aquéllos confiesan esta adscripción, conscientes de que pisan un resbaladizo campo de batalla, pero sus huellas las observamos por doquier.
Entre los valores posmodernos destacan, según Verdú [Verdú, Vicente. Estalla la modernidad. “El País”, col. Protagonistas del siglo XX, 1975-1978 (1999) 577-578.]:
-Frente a la vigencia de los grandes relatos míticos que procuraron un vínculo integrador a la sociedad, el posmodernismo aporta el descrédito de los principios generales, de las utopías totalizadoras y de las creencias omnicomprensivas.
-Va desapareciendo la idea de un centro absoluto y prospera como alternativa la exaltación del policentrismo cultural, la diferencia, el todo vale por el estilo. Las identidades locales se reivindican frente a la antigua universalidad de la razón ilustrada, y el pensamiento sagrado de una tribu podría conmutarse en su verdad por la verdad que predica el Vaticano.
-Frente al culto a la verdad absoluta —también de la ciencia— brotan indeterminaciones, “estructuras disipativas” y azar, que van cambiando el respeto por lo teórico y dan supremacía al pragmatismo. Lyotard dice: «Pensar en posmoderno es respetar el acontecimiento en lo que tiene de tal, no forzarlo en una calificación, como tiende a hacer la ciencia...»
-Los valores atribuidos al arte se conmutan por otros valores estéticos considerados de menor grado. En el “todo vale”, el diseño recibe la estimación de las obras de arte, un buen chal es igual al Partenón, el cómic o la canción popular merecen la exégesis de los más doctos. El posmodernismo revuelve el valor de los rangos. No se empeña en sentar cátedra y el “pensamiento débil” que estudia Gianni Vattimo es la manifestación de un saber flexible, relativo, accidental.
-El mundo, en su celeridad, borra la idea de un proceso hacia lo mejor. En realidad, ahora ya no cuenta tanto el proceso como el instante, no importa tanto el pasado como el presente (discontinuo) y nada garantiza, además, que las cosas avancen para el bien de todos.
-La idea optimista sobre el porvenir propia de la Ilustración del siglo XVIII y siguientes se sustituye por la desconfianza en el futuro.
La posmodernidad se nos presenta de este modo como un fenómeno complejo extendido sobre las esferas de lo político, económico, social y cultural, y en este último sentido engloba lo artístico, su manifestación más mediática, y en cuanto tal se vincula indisolublemente a los principales movimientos artísticos y estéticos desde 1960 hasta la actualidad. Sus contenidos son definidos por la ruptura de los valores límite, por la voluntad de transgresión —no en su sentido mundano, de delito, pues entonces sería un concepto no estético, sino de vulneración de los valores estéticos de la tradición— de los artistas respecto al tejido social, económico y social en que se producen. Comprender esta vinculación exige una visión crítica de los problemas de estos años, así como un análisis de las formas, los espacios, los mitos, los iconos, los símbolos y las metáforas que conforman las imágenes artísticas. La pérdida del poder crítico y transgresor conllevó la decadencia del sentido moderno y se llegó a confundir Modernidad con novedad, de modo que las repetidas nuevas versiones se sucedían en interminable baile de efímeras propuestas, para desaparecer en la hoguera prendida por las nuevas propuestas. El cansancio ideológico-artístico y el impacto de los acontecimientos del mundo (las dos guerras mundiales y entre medias la crisis de los años 30) marcaron los puntos de inflexión que llevaría en los años 60 al desencadenamiento de las segundas vanguardias (o el posvanguardismo), tras el periodo de decantamiento de 1945-1960. El posvanguardismo, nacido en la antedicha fiebre por la novedad, se nos presenta con su lenguaje entrecortado, multifragmentado, reencontrado en la tradición de la vanguardia, abordada desde una tecnología engullidora y omnipresente. Es hoy un lugar común la cita fragmentada de ese legado mítico, encumbrado como mágico sueño de cambio, asesinado por la definitiva incapacidad del hombre para alcanzar lo bello. El posvanguardismo citacionista y reapropiacionista, ha perdido toda referencia histórica fija, y conoce el pasado como un solo bloque, introduciendo en el mismo saco un templo griego y una obra de Picasso.
Retomar esa tradición aparenta ser la última oportunidad de superar nuestra crisis de valores, así como la vuelta al modelo clásico de belleza y de hombre fue la salvación para la crisis ideológica del Renacimiento. El clasicismo de la vanguardia, pero no basada ahora en el naturalismo renacentista, sino en la abstracción. Si el naturalismo era la estética del mundo natural y primario (en cuanto inmediatamente físico, racional y mimético), la abstracción es la estética del mundo industrial y secundario (en cuanto mental, intuitivo y mutable). Pero el posvanguardismo, como otrora el arte previo a las vanguardias, ha perdido aparentemente sus amenazadores dientes, la melancolía por el pasado perdido se ha convertido en aburrimiento. La pasión es la gran ausente y sin ella el arte carece del impulso para cambiar el mundo.
Pero sí hay una rebeldía contra la actual crisis de los valores, que puede que no haya acertado en sus medios ni métodos, que no siempre sea arte —aunque linde y penetre en sus mismos bordes— pero cuya finalidad es inequívocamente esperanzadora. Es la llamada contracultura, que se plantea ahora, tras la fiebre juvenil, como un movimiento más autónomo de la moda, auténticamente alternativo en cuanto no ha perdido su resistencia al viejo engaño del mercado.


Sobre la contracultura se puede consultar la obra de Theodore Roszak, El nacimiento de una contracultura (1968), cuya principal ventaja-inconveniente es que sólo muestra la etapa inicial del movimiento, con toda su frescura, que pretendía realizar la utopía de posibilitar los más audaces —y espirituales-sueños del hombre moderno.

Los fundamentos de la contracultura son el neosurrealismo, el underground, el punk, el fanzine, y son manifestaciones independientes de las instituciones, tan plurales como las pintadas y graffitis, el vídeo-arte, la realidad virtual, y el uso creativo y comunicativo de la red informática, que puede ser la solución más universal a la sed de liberación mediante el arte. La juventud marginada que ahora accede por fin a los puestos de control de la nave socio-cultural, abjura de las etiquetas (generación X, generación Y...) y reinterpreta su papel en la historia y en la sociedad, embarcada en la vacilante nave de la utopía, para desafiar a los elementos, a las pautas del arte oficial que deglute a todas sus periferias, las banaliza y amaestra. En definitiva, el arte en progreso, siempre existente aunque este dormido por siglos o decenios, sólo se despierta si se entronca en el árbol de la ironía contra el academicismo, y “atenta estéticamente” contra la palabra sacralizada y el encumbrado arte oficial. Comer de la manzana del árbol del bien y el mal, de la razón, y ser consecuentemente castigado a vagar eternamente por el mundo, fuera del paraíso, a la búsqueda de la puerta del ansiado retorno, resulta al fin ser el terrible precio necesario para ser mayores.
Desde los años 60 hasta ahora, la intención, el pensamiento y la obra de muchos artistas se dorigorán a la transgresión de los valores morales y de los intereses sociopolíticos que conforman una imagen limitada de la vida y del individuo, y que reprimen su hipotética libertad individual. Su pretensión es propia de una última utopía: la desalienación del hombre individual, a cambio de abandonar el sueño de la liberación del hombre social. Es en este juego donde pulsan las tensiones del arte actual.

Fredric Jameson. 

Fredric Jameson considera que, a través de las formas plásticas, espaciales y del mismo cuerpo humano como campo de acción del lenguaje y de las imágenes, de las materias y los elementos, de los mass-media y de la tecnología, el artista ha acometido a menudo una acción desacralizadora, bajo la consigna del ataque a los valores instituidos y a la rigidez de las estructuras semánticas, abriendo nuevas estrategias, posibilidades de experiencia y caminos de percepción. Pero los cambios producidos en el mundo son rápidamente digeridos y asimilados por una maquinaria económico-social que los invalida y banaliza, convirtiendo en estéticas blandas lo que al principio actuaba como dinámica transgresora. El sistema ha domeñado sus obras, domesticado sus autores, institucionalizado el mismo discurso de sus valores, desprovistos así de la subversiva y demoledora carga que les infundieron en origen. Desactivado el peligro, las obras de las vanguardias y las neovanguardias yacen en los museos como trofeos de guerra de la victoria del sistema sobre sus rebeldes. Así, lo artístico se estetiza y deviene mera imagen espectacular. En esta época de pluralidad, contradictoriamente el mercado universaliza los valores estéticos. Es un tiempo de enorme crecimiento de los precios del arte, precisamente cuando más se duda de su valor estético. Pero es una vieja cuestión, pues hace casi 2000 años Plinio el Viejo escribía la eterna queja: «Es extraordinario que cuando el precio de las obras de arte ha crecido tan enormemente, el arte mismo haya perdido su pretensión a nuestro respeto».
El arte de la posmodernidad se desliza así entre dos polos, dos atribuciones: «una insustancial, acrítica, histórica, expresiva, academicista, formalista y figurativa, aurática, etc. Otra crítica y racional, que se autocuestiona y disiente de lo legítimo y del aura, deconstructiva en definitiva» [Pérez Villén, 1995: 24.].


Gablik, en la mísma línea de Jameson, penetra en el tema de la transición de la modernidad a la posmodernidad, en relación a su contexto moral y económico. Una crisis que Gablik [Gablik, 1984: 73.] sitúa en los años 80, la era del thatcherismo y del reaganismo. Se constata de inicio que no es esta una crisis de falta de personal: nunca ha habido tantos artistas vivos en Nueva York como desde los años 60. Esta multiplicación de participantes ansiosos de un lugar bajo el sol ha repercutido en el pluralismo y en la pérdida de unidad estética. Pero la verdadera crisis de la Modernidad se encuentra en la profunda crisis espiritual de civilización occidental: la ausencia de un sistema de creencias que justifique la obediencia a alguna entidad más allá de sí misma. Una alienación esquizoide, un arrogante narcisismo ha crecido en nuestra sociedad. Si el objetivo de la modernidad era la libertad, la posmodernidad rehúsa aceptar límites. Es una época de exagerado, de soez individualismo [Gablik, 1984: 32.].
Si la modernidad era ideológica, la posmodernidad es ecléctica [Gablik, 1984: 73.], asimilando, saqueando, todas las formas y estilos, con una pluralidad asombrosa. Para resumir esta característica del pluralismo, Gablik cita una crítica de Hilton Kramer en el “The New York Times”: «If there is somet­hing appealing in the very openness of this postmodernist art scene, there is also something dismaying in it, too. For it reminds us that ours is now a culture without a focus or center (...) Perhaps we know too much about art to believe in the absolute efficacy of any single style or tradition. Are we condemned, then, in the art of the '80s, to remain in a perpetual whorl of countervailing and contradictory styles and attitudes? I think we probably are. This eager embrace of art of every persuasion seems to suit us. It satisfies our hearty new appetite for aesthetic experience while requoring nothing from us in the way of commitment or belief» [Kramer. cit. Gablik, 1984: 76.].


Thiebaut [Thiebaut, Carlos. La mal llamada postmodernidad (o las contradanzas de lo moderno), en Bozal (ed.). Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas (1996), 2º tomo, p. 311-327.] ha realizado una de las mejores exposiciones de los últimos tiempos sobre el tema de la posmodernidad. En el primer capítulo, Un rótulo confundente y cuatro problemas, escribe sobre la confusión que esteriliza la noción de posmodernidad: 
«Desde finales de los años sesenta y durante las dos décadas subsiguientes se configuró una sensibilidad epocal que hablaba de los límites del programa moderno. Esa sensibilidad recibió el apresurado rótulo, que ha acatado siendo más confundente que iluminador, de postmodernidad. La postmodernidad, tomada como descripción global de lo que acontecía en diversidad de prácticas culturales y como programa para las mismas, tuvo la vortud de convertirse en tópico útil de amplia difusión mediática: “postmodernidad” definía la conciencia que la segunda mitad del siglo tenía de su novedad, una novedad que se elevaba agónicamente contra el modernismo autocomplaciente de los años cincuenta. Pero cabe sospechar que ese rótulo ha acabado por convertirse en un torpe instrumento descriptivo y, sobre todo, en un cierto obstáculo teórico para la crítica o el análisis cultural. En efecto, bajo él se acumulan órdenes de problemas, de temáticas y de tradiciones intelectuales, demasiado diversos y una referencia indiscriminada a los mismos los oscurece en vez de iluminarlos. Por ello, no resulta extraño que el final de los años noventa vaya empleando ese rótulo sólo, y cada vez con menor frecuencia, como etiqueta de mercado que resume bajo un mismo nombre lo que es un conglomerado no siempre congruente de diversas posiciones teóricas y críticas que acontecieron en aquellas décadas».
Según Thiebaut es preciso delimitar el significado de los diversos usos del rótulo “postmodernidad”, en los campos de las prácticas artísticas, de las teorías estéticas y, más generalmente, de la crítica cultural y la filosofía. Pues, en efecto, el rótulo de la posmodernidad englobaba tanto constataciones de asesoramiento temporal («después de la modernidad») como de agostamiento teórico («más allá del programa de la modernidad») que apuntaban, de forma referencialmente confusa, a lo que de distinto habría en relación a un momento o a un programa históricamente anteriores. «A la vez, este término histórico referido, la “modernidad”, aludía en una misma definición de época a programas teóricos y artísticos de muy diversa índole. Por modernidad se entendía, por ejemplo, lo que, para la filosofía, comenzaba a veces en el diecisiete cartesiano y otras en el dieciocho ilustrado. Pero, con el mismo término se aludía también al modernismo artístico —o a los diversos modernismos— del diecinueve y de comienzos del veinte (desde Baudelaire a las vanguardias pasando por Mallarmé; des­de la Bauhaus al funcionalismo arquitectónico de los cincuenta). El rótulo, “postmodernidad”, pues, resumió con efectividad en un mismo valor de cambio muy diversos valores de uso a efectos de la crítica y las teorías». 
Thiebaut continúa con algunas visiones de la posmodernidad: en el mundo estadounidense, Charles Jencks acentuó estos rasgos de liberación y dio muestras del carácter optimista —aunque no por ello menos perplejo, una perplejidad nunca trágica— del programa post‑moderno. Este Optimismo ha perdido, en estas formulaciones, el sombrío aguijón crítico que, por el contrario, siempre retuvo el movimiento crítico que acompañó al programa moderno desde su nacimiento hasta la misma Escuela de Frankfurt. En What is Post‑Modernism, Jencks señala: «(La postmodernidad) es una era en la que ninguna ortodoxia puede adoptarse sin autoconciencia e oronía pues todas las tradiciones parecen retener alguna vaiidez. Esto es debido, en parte, a la llamada explosión informativa, a la llegada del saber organizado, a las comunicacioncs mundiales y a la cibernética (...) El pluralismo —el “ismo” de nuestro tiempo— es tanto el gran problema como la gran oportunidad: todos somos los grandes cosmopolitas, los individuos liberados» [Jencks, C. What is Post-Modernism. Academy Editrions. Londres. 1989. p. 7. Cit. en Kumar, op. cit. p 105. Bien es cierto que Jencks matiza este optimismo con la conciencia de «confusión y ansiedad» que conforman la cultura de masas.]

Calabrese y el Neobarroco.


Omar Calabrese en su libro El lenguaje del arte (1987) parte de la hipótesis de que el arte posee un estatuto lingüístico —y, por tanto, estructurado— que lo hace accesible a diversas clases de estudio de sus mecanismos de funcionamiento. Calabrese atiende a la relación entre arte y comunicación. Afirma que el arte es un proceso de comunicación y de significación, basado en tres premisas: «el arte es un lenguaje», «que la cualidad estética, necesaria para que un objeto sea artístico, también pueda ser explicada como dependiente de la forma de comunicar de los objetos artísticos mismos», y «que el efecto estético que es transmitido al destinatario también depende de la forma en que son construidos los lenguajes artísticos».
Calabrese, en el siguiente libro, La era neobarroca (1989), propone que Posmodernidad y Neobarroco son términos casi sinónimos o complementarios para definir el sentir generalizado del final del siglo XX. Se habla de caos y turbulencia en la estética del neobarroco, pero también de fragmento, de comunicación intermitente, de indecibilidad, de la cancelación del sentido y de la ausencia de significado en la recepción del mensaje, de suspensión de la enunciación, de constantes saltos y reenvíos, y de discontinuidad. Calabrese escribe que lo atractivo de las producciones neobarrocas es que «permanece sólo el extravío y el desafío, tanto más placentero porque la conclusión existe en algún lugar. No hay, por tanto, enigma más divertido que aquél del cual se hace una hipótesis de una solución, pero del que la solución misma no llega nunca» [Calabrese. La era neobarroca (1989): 157.].
Y en otro libro, Neobarroco [Calabrese. Neobarroco, en Jarauta (ed.). Otra morada sobre la época (una recopilación de conferencias en un congreso).], se interroga sobre la cuestión de la época y recalca que estamos en una época neobarroca, con el desbordamiento del tiempo y del orden; el desbordamiento de los límites; la importancia del fragmento o detalle; la inestabilidad y la metamorfosis monstruosa o transindividual (AlienLa moscaZelig, etc.); el desorden y el caos, con la exaltación de lo caótico frente al orden clásico (las pinturas boca abajo de Vasé­lich); el nodo y el laberinto. En el siglo XX, el espacio artístico se muestra fragmentado, plano (claustrofóbico). Las nuevas formas de concepción del espacio son el nodo (un espacio de intersección en una trama de nudos, como un metaespacio limitado) y el laberinto, un espacio sin salidas. También se pierde el relato de la realidad: todo está contaminado (razas, culturas, ciencias, el arte por las otras manifestaciones humanas). Es una época en que el principio de incertidumbre de Heisenberg introduce la pérdida de confianza en el paradigma científico. Otro gran relato nuevo de la posmodernidad es la distorsión y la perversión, con artistas como Lüpertz, que transgreden con una ansía filosófica.

Vattimo y la postilustración.


El filósofo italiano Gianni Vattimo, catedrático de la Universidad de Turín, escribe (1983) que «La herencia de las vanguardias históricas se mantiene en la neovanguardia en un nivel menos totalizante y metafísico, pero siempre en el signo de la explosión de la estética fuera de sus confines tradicionales». A la utopía de las vanguardias se sigue/opone la heterotopía de las neovanguardias. De este modo, establece la conexión entre el arte anterior a 1939 y el de los años 60, que cuestiona los límites tradicionales de la experiencia estética y pone de relieve el perfil obsoleto del artista demiurgo, sustituido por el artista propiciador de la comunicación, por el activista sociocultural al que se asocian todas las actividades en torno a la crisis del arte: body art, performance, happenings, etc.
En una conferencia Dialéctica de la postilustración [leída en el Seminario “Postilustración y nuevo siglo”, Curso de Verano de la Universidad Complutense, El Escorial (1-VIII-1996). Otros pensadores en ese curso fueron los profesores José Luis Pinillos, Graciano González y Mario Ruggenini.] abordó el tema con humor: «Todos los días cuando me levanto lo primero que me pregunto es: ¿me siento una persona postmoderna? Lógicamente desecho rápidamente la idea porque, si no, no comenzaría el día». A lo largo de su disertación (dividida en cuatro puntos: la filosofía como discurso de la época, la postilustración como ilusión dialéctica, racionalidad y continuidad), añadió, ya más académicamente: «El ser humano siempre ha intentado atrapar la verdad y en este sentido pienso que la postilustración cada día se encuentra más cerca de descubrir esa verdad. Pero para alcanzarla, la filosofía se ha convertido hoy en un discurso sobre la época». 
Para Vattimo, la evolución y el desarrollo se apoyan fundamentalmente en la disertación de los valores convencionales y por ello se pregunta quién sabe en qué época nos encontramos. «La idea de modernidad es una toma de conciencia de la que no se está seguro del momento en que se produce» y pone como ejemplo la enseñanza de la Historia: «La modernidad comienza en 1492, nos contaban en la escuela, pero recalcando que se había llegado a tal conclusión muchos años después». Sin embargo, sí se atreve a afirmar que mientras su generación se reveló en mayo del 68 como un movimiento apoteó­sico, ahora los cambios están más diseminados: «En aquel momento nuestras inquietudes individuales coincidieron con el significado general de la época, ahora todos hacen lo que les da la gana y por separado». Siguió en la línea de las coincidencias temporales y aseguró no entender porqué las personas relatan su vida conforme a los acontecimientos más destacados de su tiempo. «Nuestro hablar del mundo es un uso de metáforas», dijo, aunque reconoció que cada individuo las propone o se entiende según su parecer. Puso el ejemplo de los idiomas oficiales y las lenguas maternas o de segunda clase para definir que la postilustración la entiende como la liberación de esas metáforas.

Lyotard y el fin de los grandes relatos.


Jean-François Lyotard, en La condición posmoderna presenta al posmodernismo como la pérdida de los “grandes relatos” en los que se asienta la sociedad (sea primitiva o desarrollada). Son los “grandes relatos” que legitiman el poder o las estructuras de cualquier índole. Así la Inquisición lo fue por la religión, el nazismo por el racismo científico, el estalinismo por el marxismo-leninismo, el capitalismo por el mito de la ciencia (la máquina) como motor del eterno progreso. El mundo moderno tiene el “gran relato” de la ciencia, hasta 1945, igual que el relato del Humanismo. En la II Guerra Mundial se pierde la creencia en esos “grandes relatos”. Auschwitz sería el símbolo de la caída de los “grandes relatos”. La idea de Historia como un “gran relato” de los grandes acontecimientos, cambia a ser relato de los grandes crímenes de la Humanidad. La sociedad posterior a 1945 debe legitimarse con nuevos relatos. 
También se ha caído el relato del saber, del conocimiento: hay unas nuevas propuestas que han fracturado la unidad del conocimiento. El conocimiento es ahora incompleto, fragmentado, plural, ecléctico, desesperanzado respecto a que sea posible una concepción global del mundo. El lenguaje, el discurso, nunca es total, siempre es parcial, con ausencias. Los nuevos grandes relatos son la aldea global, Internet, el mundo mediático que igualará la Humanidad. Lyotard formuló todo un programa de análisis que recoge y sistematiza elementos de crítica a la modernidad que hemos ido sugiriendo: las sociedades contemporáneas ya no son como las sociedades típicamente modernas cuya complejidad racional se dejaba analizar en el programa neokantiano de Weber o en el programa funcionalista y sistémico, y cuyos heroicos retratos aparecían petrificados en el canon liberal de la modernidad; los procesos de tecnificación e informatización han reducido al lenguaje mediático e informatizado todas esas complejidades; la inadecuación del canon racionalista liberal y esa especial primacía del lenguaje deja abierta una forma de saber y de relato del sentido que la modernidad había dejado en una opaca oscuridad: el saber y el relato narrativo en el que se expresan formas de subjetividad cada vez más libres, menos domesticadas por aquellas ya inadecuadas y férreas autoimágenes racionalistas de la modernidad.

En sus últimos años, Jean-François Lyotard, un posmoderno y, no obstante, defensor de las vanguardias históricas, revive el kantismo: profundiza en la teoría de lo sublime de Kant, uniendo las interpretaciones de Adorno (el arte como fuerza subversiva) y Heidegger (el arte como Ereignis, acontecimiento u ocurrencia), para legitimar el arte revolucionario: «L'avant-gardisme est (...) en germe dans l'esthétique kantienne du sublime». Pero el mismo Lyotard confiesa que Kant aplica en la Crítica a la facultad de juzgar el predicado de sublime no a las obras de arte sino a los referentes (los sujetos representados); lo sublime se aplica así a la estética de la naturaleza y no a la teoría del arte. Pese a esto, Lyotard considera que el arte necesita una justificación filosófica y que el modelo kantiano es el mejor para legitimar el arte vanguardista tras la debacle del modelo evolutivo hegeliano (el “gran relato” que ha dominado desde el siglo XIX el historicismo moderno).

Los síndromes de la posmodernidad: la caída de los mitos.
Ya no hay confianza en el mito (gran relato) del arte como transformador del hombre. El poeta Miguel García Posada [García Posada, Miguel. Retrato del artista malvado. “El País” (20-III-1997).] opina que se impone superar la imagen romántica del artista entregado al culto del ideal. Hay que poner al genio sobre la tierra. Lope de Vega, Quevedo, Wagner, Picasso, Juan Ramón Jiménez... no necesitaban ser buenas personas: «Cansa tanta visión dulzona del artista como ser generoso, amable, fraternal. No es necesario recurrir al artista maudit para encontrar su imagen opuesta. Una cosa es ser malvado y otra maudit. Richard Wagner era malvado; Rimbaud, maldito. El maldito se destruye a sí mismo; el malvado destruye —o lo intenta en grados diversos— a los demás. Naturalmente, nadie —ni en el mundo del arte ni fuera de él— es malvado al cien por cien. Pero hay que dejar atrás la imagen seráfica de los artistas, que a nada conduce salvo a falsear la realidad, y eso nunca es positivo».
La obra maestra del creador no es su vida, sino su obra. Es a esta a la que debemos volver nuestra morada: «El arte no hace mejor a quien lo cultiva, y cabe agregar que tampoco tiene por qué mejorar necesariamente a quien lo degusta. Aquí podría recordar la imagen nauseabunda y reiterada, pero real, del nazi que escuchaba a Mozart en el campo de concentración. Es obvio: lo que distingue al artista del común de los mortales es... el arte. En todo lo demás no existe diferencia».
Jappe, siguiendo la estela de Lyotard, afirma que el discurso crítico no ha de describir ni enjuiciar —sus objetivos tradicionales—, sino que ha de «traslucir la actitud espiritual del objeto representado» [Georg Jappe. La crítica de arte en la práctica, p. 132-141, en Combalía et al (1980).].

Baudrillard se pronuncia al respecto: «La crítica es hoy incapaz de articularse desde una posición de alteridad... No se puede extraer un significado, ni ideológico ni estético» [Baudrillard, Jean. Entrevista con Jean Baudrillard (por Catherine Francblin). “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 57.].
Catherine David, comisaria de la Documenta de Kassel (1997), avisa de que la crítica de arte se confunde crecientemente con el periodismo. Desaparecen los grandes críticos que privilegiaban unas obras sobre otras, según determinados criterios. El papel del crítico es crear diferencias cualitativas y ese papel se está perdiendo, sustituido por la mera crónica del suceso artístico, reproduciendo en esta la producción “teórica” del mercado del arte (presentaciones de catálogos, monografías, etc., encargadas por los artistas o las galerías). [David, Catherine. Entrevista con Catherine David, por Rosa Olivares. “Lápiz” 128/129 (febrero 1997) 68-79, ver p. 76.]

LOS CONCEPTOS DE LA POSMODERNIDAD.
Hay un pluriculturalismo estético y artístico. Su inmenso, inabarcable, corpus teórico lo desarrollan Lyotard, Foucault, Lacan, Deleuze, Derrida, Jameson, Baudrillard, Bachelard, Starobinski, etc. Los grandes conceptos teóricos de la posmodernidad son el aura (Benjamin), el enmascaramiento y el simulacro (Baudrillard), la deconstrucción (Derrida) y la represión (Freud). Sus síndromes son: eclecticismo, citacionismo, fragmentación, ironización y reapropiacionismo.
Pero no debemos olvidar que estos datos apresurados no acaban el diagnóstico posmoderno. Uno de los fenómenos básicos de la posmodernidad es la sólida aparición de la contracultura y la correspondiente consagración del arte marginal. Otro es la muerte de la creencia del artista-genio, del artista, del autor (una idea de Barthes), cuyo ejemplo máximo es el neo-dadaísmo de Beuys: como todo hombre es artista, entonces es posible que no lo sea ninguno; es el artista-chamán que cura (Beuys, Vostell) las enfermedades del espectador.

Bachelard y el arte como poética.


En su madurez (tenía 73 años), en 1957, Gaston Bachelard publica La poética del espacio, una obra seminal del discurso de la posmodernidad, en la que el autor supera la fenomenología como forma de aproximación a la realidad, y propone un estilo de reflexión que se sustenta sobre la poesía que albergan todos los fenómenos de la creación, desde los más insignificantes a los más excelsos. Su método es el «estudio del fenómeno de la imagen poética». Con una mezcla de poesía y misticismo, se recrea en la belleza aparentemente oculta, en el ser propio de esa imagen poética que nace en la conciencia como resultado directo del alma. La imaginación entra de lleno en la interpretación personal para desembocar en una fenomenología del espíritu, en una fenomenología del alma, que puede revelar el primer compromiso de una obra. 
Bachelard no ve la obra como un simple sustituto de la realidad sensible sino como «la fulguración de la imagen», una imagen superadora de todos los datos de la sensibilidad. En su libro enfatiza el examen de imágenes modestas, representativas y elocuentes del “espacio feliz”. Si nuestra alma es una morada, inevitablemente debemos referirnos a la casa, a sus espacios y cosas (cajones, cofres o armarios), para aprender a “morar” por nosotros mismos. Los ámbitos de la intimidad y la dialéctica de lo pequeño y de lo grande, «la inmensidad íntima» —y, por extensión, de lo interno y lo externo, de lo abierto y lo cerrado— son pasos que recuperan para la imagen todo su saber ontológico.
Bachelard rompía así con su pasado racionalismo y abría puertas a la actividad propia de la imaginación pura, a la metafísica.

Baudrillard y la “sociedad pantalla”.


Jean Baudrillard, en Las estrategias fatales, analiza los mass media en una sociedad estadística, que ha perdido los valores cualitativos. Es una sociedad transparente, en la que se sabe todo y no sabe nada porque falta capacidad y tiempo para la crítica y el conocimiento (aprendizaje) significativo. Es una sociedad dominada por la cultura de la pantalla, sin realidad en el fondo, fragmentada. «Lo real está out, sólo las apariencias funcionan». La cultura occidental funciona con la metáfora del espejo (la misma tesis de Lacan). «Lo registramos todo, pero no lo creemos, pues nosotros mismos nos hemos convertido en pantallas». El arte está confrontado al desafío de la mercancía; la obra de arte tiene ahora un valor de cambio, una mercancía, un fetiche comercial. El urinario, de Duchamp, que, con ironía crítica, asume la elevación a obra de arte de la “cosa”.
En 1970, Baudrillard lanzaba su noción del hiperrealismo para referirse a la desaparición de la realidad, desgajada de los signos que remiten a la misma, en un mundo dominado por los mass media. En El intercambio simbólico y la muerte (1976), escribe que el mundo contemporáneo es fundamentalmente abstracto: ausente la realidad, todo es simulacro. No cabe la originalidad. El artista posmoderno trata la superficie “hiperreal” como una suerte de naturaleza y juega, irónicamente y a sabiendas, con el poder de sus simulaciones.
En una entrevista posterior (1996) se revisaban los grandes temas de Baudrillard [Baudrillard, Jean. Entrevista con Jean Baudrillard (por Catherine Francblin). “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997) 52-57.].
En La transparencia del mal (1990) el autor escribía que en el entorno actual el arte «ha desaparecido como pacto simbó­lico por el cual se diferencia de la pura y simple producción de valores estéticos que conocemos bajo el nombre de la cultura: proliferación hacia el infinito de los signos...» [Francblin, Catherine. Entrevista con Jean Baudrillard (por). “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 52.]. Para Baudrillard el mundo contemporáneo es fundamentalmente abstracto: ausente la realidad, todo es simulacro. Para Baudrillard, el arte es el pretexto para un discurso antropológico sobre la pérdida de trascendencia y sobre la visualización total que definen hoy a Occidente.
Baudrillard había publicado un artículo en 1996 [Baudrillard, Jean. Le complot de l'art. “Liberátion”, París (20-V-1996).], en el que para Francblin se evidencia que el arte interesa sólo a Baudrillard «en la medida que conforma los esquemas funcionales y de comportamiento que inspiran su crítica a la cultura occidental». Baudrillard responde: «Es cierto que el arte tiene para mí un interés periférico. No tengo un compromiso real con él. De hecho, diría que lo contemplo con el mismo prejuicio desfavorable que sostengo ante la cultura en general. En este sentido, el arte no tiene ningún privilegio especial frente a otros sistemas de valores. La gente sigue considerando que el arte es una especie de recurso inesperado. Yo me opongo a esta visión edénica. Mi punto de vista es antropológico. Desde este punto de vista, ya no parece que el arte siga teniendo una función vital. Adolece de la misma extinción de valores, la misma pérdida de trascendencia. El arte no constituye ninguna excepción frente a esta fase de ejecución total, de visualización total, que ha alcanzado hoy Occidente. La hipervisibilidad es, de hecho, una manera de exterminar la morada. Puedo consumir visualmente este tipo de arte, incluso disfrutarlo, pero no me da ilusión ni verdad. Nos hemos cuestionado el objeto de la pintura y luego el sujeto de la pintura, pero me parece que nadie ha demostrado demasiado interés por el tercer elemento: el espectador. Su atención se solicita cada vez más, pero a modo de rehén. ¿Existe otra manera de morar el arte contemporáneo distinta al modo en que el mundo del arte se mora a sí mismo?» [Francblin, Catherine. Entrevista con Jean Baudrillard (por). “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 53.].
Baudrillard, en su artículo Le complot de l'art razonaba sobre una “conspiración del arte”, en la que quienes están vinculados al mundo del arte son los conspiradores, una metáfora para referirse a un síndrome en que todos son víctimas y cómplices, sin un conspirador determinado. Como en la «teatralidad de la política: todos estamos a la vez estafados y complicados» [Francblin, Catherine. Entrevista con Jean Baudrillard. “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 53.].
Baudrillard quiere asumir el papel del no-cómplice, del no iniciado, del que no sabe, ignorante pero instintivo, siempre indócil, «que se niega a ser educada», «a caer en la trampa de los signos». «Intento ofrecer un diagnóstico desde un punto de vista agnóstico. Me gusta ver las cosas como lo haría un primitivo». Quiere ser “ingenuo”, porque tan pronto como uno entra en el sistema para atacarlo también se convierte en parte de él. Pero es una posición ineficaz, porque la misma crítica, por dura que sea, sólo refuerza más el sistema, al regenerarlo. En política, como en el arte, «pienso que las masas, aunque también ellas participan en el juego y se las mantenga en una postura de servilismo voluntario, son absolutamente escépticas. En este sentido, así se aproximan a una forma de resistencia anticultural»
La posición de Baudrillard se desliza así al escepticismo, al no creer ni en el bien, ni en la posibilidad de evitar el mal. La nada domina la acción, pues en él no hay acción contra el sistema. En otro artículo suyo, Les ilotes et les élites [Francblin, Catherine. Entrevista con Jean Baudrillard (por). “Artpress”, París, 216 (IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 54. En la versión española de la entrevista, los ilotas —espartanos— son traducidos como “islotes”], Baudrillard critica a las élites y sostiene que las masas llamadas ciegas son, de hecho, perfectamente lúcidas. Francblin opina que las masas, en el arte, no son tan lúcidas («el público general es bastante conformista”) y Baudrillard lo acepta: «En la esfera política, la opacidad de las masas neutraliza el dominio simbólico que se ejerce sobre ellas. Puede que esta opacidad no sea tan grande en el terreno del arte y que el poder crítico de las masas sea, en consecuencia, menor. No hay duda que sigue habiendo cierto apetito de cultura. Y si la cultura ha tomado el relevo de la política, también lo ha hecho en términos de complicidad. Sin embargo, el hecho de que las masas consuman arte no significa que se adhieran a los valores que se les enseñan. Para decirlo de manera sencilla, las masas no tienen nada a lo que oponerse. Estamos contemplando un especie de alineación (sic, alienación), una movilización cultural general».
Para Baudrillard es absurda la distinción entre derecha e izquierda. Francblin insinúa que sus tesis, de no participación real de las masas, reproducen el mismo tipo de discurso de la extrema derecha y ponen en cuestión el sistema democrático. Baudrillard responde: «El régimen democrático es cada vez más disfuncional. Funciona en un nivel estadístico: la gente vota, etc., pero la escena política es esquizofrénica. Las masas son completamente externas a este discurso sobre la democracia. A la gente no le importa lo más mínimo. La participación viva, real, es enormemente débil. / Este público cada vez más amplio, que primero fue conquistado políticamente y al que ahora intentan conquistar e integrar culturalmente, se resiste. Se resiste al progreso, se resiste a la Ilustración, a la educación, a la modernidad, etc.». Y ese rechazo satisface a Baudrillard, en cuanto permite una verdadera oposición al sistema (aunque no sabría definirla), por cuanto «Todos los discursos son ambiguos, incluido el mío», todos son cómplices del sistema, que los utiliza para justificarse a sí mismo.
«Por otro lado, el de las masas, hay algo ignorante e irreductible en el ámbito de lo político, lo social o lo estético. Todo se está realizando cada vez más. Un día la sociedad estará plenamente realizada y no habrá más que excluidos. Algún día todo estará culturalizado: cada objeto será un “objeto estético” y ningún objeto será estético. A medida que el sistema se va perfeccionando, va integrando y excluyendo simultáneamente». Integrando y excluyendo a personas y obras de arte.
En el artículo Le complot de l'art, Baudrillard decía «Los consumidores tienen razón porque el grueso del arte contemporáneo es basura», lo que Francblin critica, pues el arte es precisamente lo que no está en ese “grueso”, por ejemplo Bacon (de quien se hacía entonces una exposición en París). Baudrillard le da la razón: «Estoy de acuerdo, pero no se puede decir nada de la singularidad», porque los circuitos, los canales de comunicación, globalizan los contenidos, lo uniforman todo. No podemos distinguir el arte del no arte, sumergidos por el bombardeo de mensajes. «En el mundo estético, la superestructura es tan apabullante que nadie tiene ya una relación directa y brutal con los objetos o con los acontecimientos. (...) Como mucho compartimos el valor de las cosas, no la forma. El objeto mismo, la forma secreta que hace que sea lo que es, raramente se consigue. ¿Qué es la forma, después de todo? Algo más allá del valor y que intento alcanzar mediante una especie de vacío donde el objeto y el acontecimiento tienen una oportunidad de emitir con máxima intensidad». Si no puede captar la forma, el espectador se contenta con la estética: «A lo que me acerco es a la estética, ese valor añadido o barniz cultural tras el cual desaparece el valor intrínseco. Ya no se sabe dónde está el objeto. Sólo tenemos discursos circundantes, una acumulación de visiones que terminan formando un aura artificial».
«El fenómeno que observé en Le système des objets se está reproduciendo ahora en el sistema estético. En la esfera económica, llega un momento en que los objetos ya no existen en términos de su finalidad y existen solamente en relación con otros objetos, de manera que lo que se consume es un sistema de signos. Lo mismo ocurre con la estética. Bacon se consume oficialmente como un signo, incluso si, individualmente, uno puede intentar re-singularizarle, redescubrir el secreto de la excepción que él representa. Sin embargo, hoy tienes que trabajar realmente duro para escapar a los efectos del sistema educativo y evitar que los signos nos conviertan en sus rehenes. Para volver al momento en que por vez primera aparece la forma —que es, a la vez, el punto en el que todo el revestimiento desaparece. El punto ciego de la singularidad sólo se puede abordar de una manera singular. Esto es antitético respecto al sistema de la cultura, que es un sistema de tránsito, de transición, de transparencia. Y la cultura es algo que me deja frío. Todo lo malo que le pueda ocurrir a la cultura me parece bien».
En una entrevista con Geneviève Breerette, en “Le Monde, Baudrillard dijo que no estaba articulando un discurso de la verdad, que nadie estaba obligado a pensar como él y le confiesa a Francblin: «no quiero convertir mis juicios sobre arte en una cuestión de doctrina». «El objeto artístico se presenta como un fetiche, un objeto definitivo. Rechazo completamente esa forma de presentación categórica e irrevocable. No busco la conciliación o el compromiso, sino la otredad, como en un duelo. Volvemos a encontrarnos con la cuestión de la forma. La forma nunca dice la verdad acerca del mundo; es un juego, una proyección».
«Existen mil maneras de expresar la misma idea, pero si no consigues hallar el choque ideal entre la forma y la idea, no consigues nada. Esta relación con el lenguaje como forma, como seducción, como “punctum”, como dijo Barthes, es cada vez más difícil de encontrar. Pero sólo la forma puede cancelar el valor. Son mutuamente excluyentes. La crítica es hoy incapaz de articularse desde una posición de alteridad. Sólo la forma es capaz de oponerse al intercambio de valores. La forma es inconcebible sin la idea de metamorfosis. La metamorfosis te permite moverte de una forma a otra sin que te intervenga el valor. No se puede extraer un significado, ni ideológico ni estético. Entramos en el juego de la ilusión: la forma remite sólo a otras formas, pero sin que circule el significado. Esto es lo que ocurre en la poesía, por ejemplo: las palabras resuenan juntas, creando un acontecimiento puro. Mientras tanto, han capturado un fragmento del mundo, incluso si no ofrecen ningún referente identificable desde el que uno pueda extraer una lección práctica».
«He dejado de creer en el valor subversivo de las palabras. Sin embargo, mantengo una fe incorruptible en la operación irreversible de la forma. Las ideas o los conceptos son todos reversibles. El bien se puede invertir siempre y convertirse en el mal, lo verdadero en lo falso, etc. Pero en la materialidad del lenguaje, cada fragmento agota su energía y todo lo que queda es una forma de intensidad. Esto es algo más radical, más primitivo que la estética. En los años 70, Callois escribió un artículo en el que describía a Picasso como el gran liquidador de los valores estéticos. Argumentaba que tras Picasso todo lo que podíamos esperar era una circulación de objetos, de fetiches, independiente de la circulación de objetos funcionales. Ciertamente, se puede decir que el mundo estético es un mundo de fetichización. En la esfera económica, el dinero tiene que circular como sea, de otro modo no habrá valor. La misma ley rige a los objetos estéticos: se necesitan cada vez más para que pueda existir un universo estético. Ahora los objetos tienen sólo una función supersticiosa que provoca una desaparición de facto de la forma debido a un exceso de formalización, es decir, de un uso excesivo de todas las formas. La forma no tiene peor enemigo que la total disponibilidad de todas las formas».
Baudrillard parece sentir nostalgia por un estado más primitivo que, en realidad, no ha existido nunca: «Por supuesto, y por eso no soy un conservador. No quiero regresar a un objeto real. Esto sería cultivar una nostalgia de derechas. Sé que ese objeto no existe, no más que la verdad, pero mantengo el deseo de él a través de una manera de mirar que es una especie de absoluto, un juicio divino en relación al cual se revela la insignificancia de todos los demás objetos. Esta nostalgia es fundamental. Está ausente en todos los tipos de arte contemporáneo. Es un tipo de estrategia mental que nos asegura que estamos haciendo un uso correcto de la nada, del vacío».

De la enseñanza de Baudrillard surge una cuestión: aceptemos que todos protestemos por la institucionalización del arte y nos dediquemos a la búsqueda de circuitos alternativos (forzosamente contraculturales). Pero ¿existe la obra artística sin la institución artística? Si la respuesta es negativa —y no hay prueba de falsación en contra—, entonces esa limitación pervierte el juego de relaciones, pues el arte es subversivo en cuanto, históricamente, sub­vierte las tendencias dominantes y toda institución es represora per se. A no ser que esto sea un engaño, que las instituciones sean múltiples, que no haya —y nunca haya habido— la llamada “conspiración” de Baudrillard.

Derrida y la deconstrucción.
La deconstrucción es un fenómeno cultural que nace en el ámbito de la filosofía y es atendido desde el principio por la teoría y la crítica literarias, hasta imbricarse en la época neobarroca, en la posmodernidad, pues los rasgos epocales de la crisis son ejemplares de la deconstrucción: inarmonía, asimetría, inestabilidad, complejidad, desorden, fragmentación, extravío de la unidad y la claridad.
Derrida asume el concepto de diferencia de Saussure, que postula que la repetición que permite a un signo ser un signo también produce una diferencia, logrando que el signo se desvíe de su referencia inmediata. Derrida efectúa una aportación postestructuralista o deconstruccionistas sobre la lingüística logocéntrica que va desde Platón hasta Suassure.
El texto es un todo inacabado, que se va cerrando/abriendo a medida que es leído-significado por el sujeto lector-escritor. En la deconstrucción es imposible situarse fuera del texto, «nada hay más allá del texto» [Derrida, De la Gramatología.], por lo que no cabe hablar de metalenguaje o metadiscurso, ya que estos estarían inscritos en el ámbito del texto y no fuera de él. Tomando como ejemplo su lectura de la obra de Escher, es imposible mantener una lectura de la obra abierta (siempre inconclusa), sin confundirnos con los reflejos de los reflejos de las imágenes que la pueblan. Niega el valor de una interpretación “auténtica” que capte el significado real de un texto mediante su lectura; la única interpretación “auténtica” de un texto sería reescribirlo, ya que desde nuestra posición de lectores carecemos de las llaves para irrumpir en la tradición en la que nace el texto.
La obra de arte —entendida como la expresión canónica de la escritura (en sus manifestaciones de la poesía, las artes visuales como huella, trazo visual)— es la expresión paradigmática de que una huella no puede reducirse a la interpretación ni tampoco a la supuesta manifestación de que la obra es huella. Una obra sólo puede asirse, pues, como rastro opaco de la existencia del texto.
Deconstruir consiste en rastrear esos trazos y clarificar la diferencia con la tradición, abriendo sus lecturas “posibles” e “infinitas”. La deconstrucción no es un método, sino una práctica que sólo puede definirse por lo que no es, una práctica a la deriva, de libre asociación interpretativa.
La deconstrucción aplicada al arte hace su énfasis en el proceso de contemplación, en detrimento de la obra ya cerrada y que no permite acceder al espectador a la producción del sentido. En la Nueva Crítica literaria, «Gregory L. Ulmer se refiere a la poscrítica en oposición a la crítica humanista, a la crítica, llamémosle orgánica o modernista, que es la que pretende la consecución de la verdad, o la que sigue la lectura lineal y unívoca de la obra de arte. Dicha poscrítica se nutre de los procedimientos alegóricos y del collage o el montaje de la cita como instrumento de disección y aproximación a la obra. En este sentido, la deconstrucción funciona como un acercamiento a la obra de arte que pretende hacer hincapié en los pliegues del significado, acentuando los deslizamientos de sentido que se operan tanto en su interior, como en el momento de su recepción por el público» [Ulmer, G.L. El objeto de la poscrítica, en Foster (ed.), 1985. cit. Pérez Villén, 18.].

La creación por la palabra y la lectura.
La intertextualidad (la intencionalidad): la obra de arte gana autonomía una vez realizada: cada espectador completa la obra. La morada del espectador es subjetiva y al depositarse sobre la obra de arte en un juego especular impide que trascienda la “verdad de la obra”. No es posible la objetividad en una sociedad que nos bombardea y contamina con multitud de imágenes. La imagen es una construcción según códigos sociales de culturas concretas, a lo largo de la Historia. Las lecturas hacen la obra, se añaden a la obra, como lo demuestra que Goya, Velázquez y otros han sido admirados y olvidados en distintas épocas, según el gusto de cada una.
Cabe diferenciar entre dos tipos de lectura. La lectura histórica: poniéndose en la época de creación, para conocer sus referencias. La lectura creativa: se lee desde el punto de vista creador, desasosegado.

El nominalismo.
¿Es posmoderno el nominalismo creador? Ya Duchamp proclamaba que tal cosa era una obra de arte y la ponía en el circuito de contemplación de los espectadores. Elegir, nombrar, es ya crear arte. No nos extrañe que Duchamp sea cada vez más relevante en el arte de finales del siglo XX, pues se él surge la legitimación (bajo la capa del neo-dadaísmo) de la mayoría de los movimientos transgresores en la posmodernidad. Este nominalismo crea al espectador crítico el gran problema de si ¿es arte todo lo se ofrece como arte? pues el nominalismo provoca una “estetización difusa”. Al enunciar que tal cosa es arte, se la estetiza con la palabra, la sola y simple palabra. Así, cualquier ámbito de la realidad puede ser estetizado, no por la creación del artista, sino por la contemplación del artista-espectador, por su “decor”. Los simulacionistas o apropiacionistas, con inequívoca raíz en Duchamp), al apropiarse, por ejemplo Warhol (1986), de unas pastillas de jabón y proclamar que son obras de arte, proclaman la no necesidad de intervención manual del artista. Este puede ser un “decidor”. Los artistas del conceptual serán quienes más lejos llevarán esta desimplicación-alejamiento del artista respecto a su obra.
Decíamos arriba que es un rasgo de la Posmodernidad la noción del arte como eliminación de toda diferenciación entre lo cotidiano y las realizaciones del hombre, lo que equivale a una estetización de la vida social, a un retorno a la pre-Ilustración. Todo es arte, nada es arte. Es la acepción tan anglosajona —al fin surge la cuestión de la presión de la lengua sobre los modos de pensamiento— de que “Arts” es casi todo lo que el hombre hace. En una reductio ad absurdum, matar en masa a otros seres humanos puede ser considerada una de las formas supremas del arte, lo que, a fin de cuentas, es sólo la multiplicación masiva (una reproducción técnica) de la propuesta de Thomas de Quincey de que el asesinato puede presentarse como una de las bellas artes. ¿Puede sorprendernos que en Internet haya miles de entradas —casi todas norteamericanas— en las que se abogue por estudiar los aspectos “artísticos” de los asesinatos en serie y en muchas se ensalce la “suprema belleza plástica del atentado de Oklahoma”? Es un mundo desquiciado, pero libre, en el que las palabras son de libre apropiación y sirven para designar cualquier acción humana. Pero ¿esa libertad de nominación nos obliga a aceptar como arte lo que los otros designan? ¿No estamos renunciando a nuestra propia libertad al asumir la imposición nominalista de los otros? Cabe contestar: es preciso responder “No”, cuando creemos que algo no es arte o en referencia a cualquier cuestión respecto a la que nos sintamos impelidos a oponernos. Sólo entonces la libertad cobra su pleno sentido de afirmación del individuo contra la alienación.

¿Sabemos qué es el arte?
Hay una insuficiencia teórica en la categorización de qué es arte. El abandono de la ideología permite múltiples posibilidades a todas las clases de expresión cultural, pero a cambio del peligro de constituirse en vacías de contenido, en meras “formas vacuas” y el arte, más tal vez que otras manifestaciones culturales, ha perdido su significación. Gombrich, comenzaba su Historia del Arte (1950) con la proclama: «No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas».
Gablik [Gablik, 1984: 36.], para su tesis del “arte perturbador” (disturbing art) toma el concepto del crítico Harold Rosenberg, “objeto ansioso” (anxious object), que define la clase de arte moderno que nos sume en la incertidumbre sobre si es o no arte genuino. La dificultad estriba en descubrir porqué es arte o, incluso, si es arte lo que nos ofrece el sistema.
Calabrese, en su texto El lenguaje del arte (1987), parte de la hipótesis de que el arte posee un estatuto lingüístico —y, por tanto, estructurado— que lo hace accesible a diversas clases de estudio de sus mecanismos de funcionamiento. Calabrese atiende a la relación entre arte y comunicación. Afirma que el arte es un proceso de comunicación y de significación, basado en tres premisas: «el arte es un lenguaje», «que la cualidad estética, necesaria para que un objeto sea artístico, también pueda ser explicada como dependiente de la forma de comunicar de los objetos artísticos mismos», y «que el efecto estético que es transmitido al destinatario también depende de la forma en que son construidos los lenguajes artísticos».
¿Necesita el Arte una legitimación o es independiente de las necesidades y angustias del hombre? Su autonomía del hombre es inalcanzable. Existe sólo en cuanto creación humana, pues un Mundo sin Humanidad carecería de Arte, este desaparecería como tal aunque perviviesen las obras como tales en un planeta moviéndose por el Universo. Sólo existe el Arte en cuanto se establece la existencia de un sujeto cognisciente. La Ciencia misma es conocimiento en cuanto construcción humana; fuera de ella es inexistente, pese a que su objeto siguiese existiendo.
Asentado este punto de partida, el Arte ha de iluminar con su intensidad específica la condición humana, pues nuestro conocimiento sólo se refiere a ella. Establecemos el conocimiento de la realidad sólo si lo vinculamos al ser (el ser-hombre); un conocimiento no vinculado a éste nos sería incognoscible, pues no tendría representación ni simbolización, por lo que no podría ser pensado. Así, la construcción de las ciencias y las artes, es la constitución (en un proceso alumbrado por la filosofía de la ciencia y la filosofía del arte) de esferas artificiales del hombre, para someter a su juicio el-más-allá, la otredad de lo no inmediatamente comprensible (casi todo lo que no sea la inmediata conciencia del yo-existo del ser).
El arte (y la poesía), ha de interrogarse sobre la naturaleza y la fragilidad del ser, siempre en el filo de un vivir en el límite. Las obras nos informan de las claves de los comportamientos humanos, de las oscuras razones que nos mueven a los seres —todos nosotros condenados a no existir en cierto momento, hoy desconocido— a situarnos en el precipicio de la propia existencia. En este camino iniciático al fondo del ser, no nos interesan tanto las obras, los hechos, como que a través de ellas los personajes de la vida traslucen su naturaleza y con ello podemos seguir la construcción del mosaico del conocimiento de la existencia. Mil pequeños hechos, cubriendo el marco de nuestra existencia, religados en nuestro ser mediante conceptos que exigen la perenne interrogación y que son insoslayables en el ser-consciente: vida y muerte, amor y odio, belleza y fealdad, verdad y mentora...

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