ARTE: MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD (I).
[*Es la primera de las entradas sobre el tema.]
¿QUÉ ES LA POSMODERNIDAD?
Calabrese y el Neobarroco.
Vattimo y la postilustración.
Lyotard y el fin de los grandes relatos.
Síndromes de posmodernidad: la caída de los mitos.
LA POSMODERNIDAD.
¿QUÉ ES LA POSMODERNIDAD?
La Posmodernidad aparece en los años 60 y se desarrolla
plenamente su conciencia epocal en los años 70 y, sobre todo, en los 80 —cuando
surge el término en el debate estético—, sin que haya consenso sobre cúales son
sus límites temporales ni conceptuales.
Una cartografía de la posmodernidad la presentan, por
ejemplo, Andreas Huyssen [Cartografía del postmodernismo, en Pico, J.
(ed.). Modernidad y Postmodenidad. Alianza. Madrid. 1988: 189‑248.] y K. Kumar [Post‑Industrial
to Post-Modern Society. Blackwell.
Oxford. 1995: 101‑148].
Son años en que se advierte la crisis de la modernidad:
Octavio Paz, señala entonces que en determinadas tendencias artísticas, como el
New Dada y el Pop Art que triunfan en EEUU, se advertían características técnicas
y formales que repetían las de las primeras vanguardias artísticas, incluso repitiendo
sus valores ideológicos —como el caso de la ironía crítica de los dadaístas-. En
muchas manifestaciones artísticas se repetían los gestos, sin una reflexión profunda
sobre la diferencia de la realidad, medio siglo después. La reflexión dadaísta,
profundamente racional, pese a las apariencias, había sido sustituida por un juego
vacío de contenido. Desde este momento asistimos a una irresistible floración
de críticos, teóricos, historiadores de arte, etc. que se aprestan a legitimar ideológicamente
a los artistas posmodernos. Pocos de aquéllos confiesan esta adscripción, conscientes
de que pisan un resbaladizo campo de batalla, pero sus huellas las observamos por
doquier.
Entre los valores posmodernos destacan, según Verdú [Verdú, Vicente. Estalla
la modernidad. “El País”, col. Protagonistas
del siglo XX, 1975-1978 (1999) 577-578.]:
-Frente a la vigencia de los grandes relatos míticos que
procuraron un vínculo integrador a la sociedad, el posmodernismo aporta el descrédito
de los principios generales, de las utopías totalizadoras y de las creencias omnicomprensivas.
-Va desapareciendo la idea de un centro absoluto y prospera
como alternativa la exaltación del policentrismo cultural, la diferencia, el todo
vale por el estilo. Las identidades locales se reivindican frente a la antigua universalidad
de la razón ilustrada, y el pensamiento sagrado de una tribu podría conmutarse en
su verdad por la verdad que predica el Vaticano.
-Frente al culto a la verdad absoluta —también de la ciencia—
brotan indeterminaciones, “estructuras disipativas” y azar, que van cambiando el
respeto por lo teórico y dan supremacía al pragmatismo. Lyotard dice: «Pensar en
posmoderno es respetar el acontecimiento en lo que tiene de tal, no forzarlo en
una calificación, como tiende a hacer la ciencia...»
-Los valores atribuidos al arte se conmutan por otros
valores estéticos considerados de menor grado. En el “todo vale”, el diseño recibe
la estimación de las obras de arte, un buen chal es igual al Partenón, el cómic
o la canción popular merecen la exégesis de los más doctos. El posmodernismo revuelve
el valor de los rangos. No se empeña en sentar cátedra y el “pensamiento débil”
que estudia Gianni Vattimo es la manifestación de un saber flexible, relativo, accidental.
-El mundo, en su celeridad, borra la idea de un proceso
hacia lo mejor. En realidad, ahora ya no cuenta tanto el proceso como el instante,
no importa tanto el pasado como el presente (discontinuo) y nada garantiza, además,
que las cosas avancen para el bien de todos.
-La idea optimista sobre el porvenir propia de la Ilustración
del siglo XVIII y siguientes se sustituye por la desconfianza en el futuro.
La posmodernidad se nos presenta de este modo como un
fenómeno complejo extendido sobre las esferas de lo político, económico, social
y cultural, y en este último sentido engloba lo artístico, su manifestación más
mediática, y en cuanto tal se vincula indisolublemente a los principales movimientos
artísticos y estéticos desde 1960 hasta la actualidad. Sus contenidos son definidos
por la ruptura de los valores límite, por la voluntad de transgresión
—no en su sentido mundano, de delito, pues entonces sería un concepto no estético,
sino de vulneración de los valores estéticos de la tradición— de los artistas respecto
al tejido social, económico y social en que se producen. Comprender esta vinculación
exige una visión crítica de los problemas de estos años, así como un análisis
de las formas, los espacios, los mitos, los iconos, los símbolos y las metáforas
que conforman las imágenes artísticas. La pérdida del poder crítico y transgresor
conllevó la decadencia del sentido moderno y se llegó a confundir Modernidad con
novedad, de modo que las repetidas nuevas versiones se sucedían en interminable
baile de efímeras propuestas, para desaparecer en la hoguera prendida por las nuevas
propuestas. El cansancio ideológico-artístico y el impacto de los acontecimientos
del mundo (las dos guerras mundiales y entre medias la crisis de los años 30) marcaron
los puntos de inflexión que llevaría en los años 60 al desencadenamiento de las
segundas vanguardias (o el posvanguardismo), tras el periodo de decantamiento
de 1945-1960. El posvanguardismo, nacido en la antedicha fiebre por la novedad,
se nos presenta con su lenguaje entrecortado, multifragmentado, reencontrado en
la tradición de la vanguardia, abordada desde una tecnología engullidora y omnipresente.
Es hoy un lugar común la cita fragmentada de ese legado mítico, encumbrado como
mágico sueño de cambio, asesinado por la definitiva incapacidad del hombre para
alcanzar lo bello. El posvanguardismo citacionista y reapropiacionista, ha perdido
toda referencia histórica fija, y conoce el pasado como un solo bloque, introduciendo
en el mismo saco un templo griego y una obra de Picasso.
Retomar esa tradición aparenta ser la última oportunidad
de superar nuestra crisis de valores, así como la vuelta al modelo clásico de belleza
y de hombre fue la salvación para la crisis ideológica del Renacimiento. El clasicismo
de la vanguardia, pero no basada ahora en el naturalismo renacentista, sino en
la abstracción. Si el naturalismo era la estética del mundo natural y primario
(en cuanto inmediatamente físico, racional y mimético), la abstracción es la estética
del mundo industrial y secundario (en cuanto mental, intuitivo y mutable). Pero
el posvanguardismo, como otrora el arte previo a las vanguardias, ha perdido aparentemente
sus amenazadores dientes, la melancolía por el pasado perdido se ha convertido en
aburrimiento. La pasión es la gran ausente y sin ella el arte carece del impulso
para cambiar el mundo.
Pero sí hay una rebeldía contra la actual crisis de los
valores, que puede que no haya acertado en sus medios ni métodos, que no siempre
sea arte —aunque linde y penetre en sus mismos bordes— pero cuya finalidad es inequívocamente
esperanzadora. Es la llamada contracultura, que se plantea ahora, tras la fiebre
juvenil, como un movimiento más autónomo de la moda, auténticamente alternativo
en cuanto no ha perdido su resistencia al viejo engaño del mercado.
Sobre la contracultura se puede consultar la obra de
Theodore Roszak, El nacimiento de una contracultura (1968), cuya
principal ventaja-inconveniente es que sólo muestra la etapa inicial del movimiento,
con toda su frescura, que pretendía realizar la utopía de posibilitar los más
audaces —y espirituales-sueños del hombre moderno.
Los fundamentos de la contracultura son el neosurrealismo,
el underground, el punk, el fanzine, y son manifestaciones
independientes de las instituciones, tan plurales como las pintadas y graffitis,
el vídeo-arte, la realidad virtual, y el uso creativo y comunicativo de la red informática,
que puede ser la solución más universal a la sed de liberación mediante el arte.
La juventud marginada que ahora accede por fin a los puestos de control de la
nave socio-cultural, abjura de las etiquetas (generación X, generación Y...) y
reinterpreta su papel en la historia y en la sociedad, embarcada en la vacilante
nave de la utopía, para desafiar a los elementos, a las pautas del arte oficial
que deglute a todas sus periferias, las banaliza y amaestra. En definitiva, el arte
en progreso, siempre existente aunque este dormido por siglos o decenios, sólo
se despierta si se entronca en el árbol de la ironía contra el academicismo, y “atenta
estéticamente” contra la palabra sacralizada y el encumbrado arte oficial. Comer
de la manzana del árbol del bien y el mal, de la razón, y ser consecuentemente
castigado a vagar eternamente por el mundo, fuera del paraíso, a la búsqueda de
la puerta del ansiado retorno, resulta al fin ser el terrible precio necesario
para ser mayores.
Desde los años 60 hasta ahora, la intención, el pensamiento
y la obra de muchos artistas se dorigorán a la transgresión de los valores morales
y de los intereses sociopolíticos que conforman una imagen limitada de la vida
y del individuo, y que reprimen su hipotética libertad individual. Su pretensión
es propia de una última utopía: la desalienación del hombre individual, a cambio
de abandonar el sueño de la liberación del hombre social. Es en este juego donde
pulsan las tensiones del arte actual.
Fredric Jameson.
Fredric Jameson considera que, a través de las formas plásticas, espaciales
y del mismo cuerpo humano como campo de acción del lenguaje y de las imágenes,
de las materias y los elementos, de los mass-media y de la tecnología, el
artista ha acometido a menudo una acción desacralizadora, bajo la consigna del ataque
a los valores instituidos y a la rigidez de las estructuras semánticas, abriendo
nuevas estrategias, posibilidades de experiencia y caminos de percepción. Pero
los cambios producidos en el mundo son rápidamente digeridos y asimilados por una
maquinaria económico-social que los invalida y banaliza, convirtiendo en estéticas
blandas lo que al principio actuaba como dinámica transgresora. El sistema
ha domeñado sus obras, domesticado sus autores, institucionalizado el mismo discurso
de sus valores, desprovistos así de la subversiva y demoledora carga que les infundieron
en origen. Desactivado el peligro, las obras de las vanguardias y las neovanguardias
yacen en los museos como trofeos de guerra de la victoria del sistema sobre sus
rebeldes. Así, lo artístico se estetiza y deviene mera imagen espectacular. En esta
época de pluralidad, contradictoriamente el mercado universaliza los valores estéticos.
Es un tiempo de enorme crecimiento de los precios del arte, precisamente cuando
más se duda de su valor estético. Pero es una vieja cuestión, pues hace casi
2000 años Plinio el Viejo escribía la eterna queja: «Es extraordinario que cuando
el precio de las obras de arte ha crecido tan enormemente, el arte mismo haya perdido
su pretensión a nuestro respeto».
El arte de la posmodernidad se desliza así entre dos polos,
dos atribuciones: «una insustancial, acrítica, histórica, expresiva, academicista,
formalista y figurativa, aurática, etc. Otra crítica y racional, que se autocuestiona
y disiente de lo legítimo y del aura, deconstructiva en definitiva» [Pérez
Villén, 1995: 24.].
Gablik, en la mísma línea de Jameson, penetra en el tema
de la transición de la modernidad a la posmodernidad, en relación a su contexto
moral y económico. Una crisis que Gablik [Gablik, 1984: 73.] sitúa en los años
80, la era del thatcherismo y del reaganismo. Se constata de inicio que no es esta
una crisis de falta de personal: nunca ha habido tantos artistas vivos en Nueva
York como desde los años 60. Esta multiplicación de participantes ansiosos de un
lugar bajo el sol ha repercutido en el pluralismo y en la pérdida de unidad estética.
Pero la verdadera crisis de la Modernidad se encuentra en la profunda crisis espiritual
de civilización occidental: la ausencia de un sistema de creencias que justifique
la obediencia a alguna entidad más allá de sí misma. Una alienación esquizoide,
un arrogante narcisismo ha crecido en nuestra sociedad. Si el objetivo de la modernidad
era la libertad, la posmodernidad rehúsa aceptar límites. Es una época de exagerado,
de soez individualismo [Gablik, 1984: 32.].
Si la modernidad era ideológica, la posmodernidad es ecléctica
[Gablik, 1984: 73.], asimilando, saqueando, todas las formas y estilos, con una
pluralidad asombrosa. Para
resumir esta característica del pluralismo, Gablik cita una crítica de Hilton
Kramer en el “The New York Times”: «If there is something appealing in the very
openness of this postmodernist art scene, there is also something dismaying in it,
too. For it reminds us that ours is now a culture without a focus or center
(...) Perhaps we know too much about art to believe in the absolute efficacy of
any single style or tradition. Are we condemned, then, in the art of the '80s,
to remain in a perpetual whorl of countervailing and contradictory styles and attitudes?
I think we probably are. This eager embrace of art of every persuasion seems to
suit us. It satisfies our hearty new appetite for aesthetic experience while
requoring nothing from us in the way of commitment or belief» [Kramer. cit.
Gablik, 1984: 76.].
Thiebaut [Thiebaut,
Carlos. La mal llamada postmodernidad (o las contradanzas de lo moderno),
en Bozal (ed.). Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas
contemporáneas (1996), 2º tomo, p. 311-327.] ha realizado una de las mejores
exposiciones de los últimos tiempos sobre el tema de la posmodernidad. En el primer
capítulo, Un rótulo confundente y cuatro problemas, escribe sobre la confusión
que esteriliza la noción de posmodernidad:
«Desde finales de los años sesenta y durante las dos décadas subsiguientes se configuró una sensibilidad epocal que hablaba de los límites del programa moderno. Esa sensibilidad recibió el apresurado rótulo, que ha acatado siendo más confundente que iluminador, de postmodernidad. La postmodernidad, tomada como descripción global de lo que acontecía en diversidad de prácticas culturales y como programa para las mismas, tuvo la vortud de convertirse en tópico útil de amplia difusión mediática: “postmodernidad” definía la conciencia que la segunda mitad del siglo tenía de su novedad, una novedad que se elevaba agónicamente contra el modernismo autocomplaciente de los años cincuenta. Pero cabe sospechar que ese rótulo ha acabado por convertirse en un torpe instrumento descriptivo y, sobre todo, en un cierto obstáculo teórico para la crítica o el análisis cultural. En efecto, bajo él se acumulan órdenes de problemas, de temáticas y de tradiciones intelectuales, demasiado diversos y una referencia indiscriminada a los mismos los oscurece en vez de iluminarlos. Por ello, no resulta extraño que el final de los años noventa vaya empleando ese rótulo sólo, y cada vez con menor frecuencia, como etiqueta de mercado que resume bajo un mismo nombre lo que es un conglomerado no siempre congruente de diversas posiciones teóricas y críticas que acontecieron en aquellas décadas».
«Desde finales de los años sesenta y durante las dos décadas subsiguientes se configuró una sensibilidad epocal que hablaba de los límites del programa moderno. Esa sensibilidad recibió el apresurado rótulo, que ha acatado siendo más confundente que iluminador, de postmodernidad. La postmodernidad, tomada como descripción global de lo que acontecía en diversidad de prácticas culturales y como programa para las mismas, tuvo la vortud de convertirse en tópico útil de amplia difusión mediática: “postmodernidad” definía la conciencia que la segunda mitad del siglo tenía de su novedad, una novedad que se elevaba agónicamente contra el modernismo autocomplaciente de los años cincuenta. Pero cabe sospechar que ese rótulo ha acabado por convertirse en un torpe instrumento descriptivo y, sobre todo, en un cierto obstáculo teórico para la crítica o el análisis cultural. En efecto, bajo él se acumulan órdenes de problemas, de temáticas y de tradiciones intelectuales, demasiado diversos y una referencia indiscriminada a los mismos los oscurece en vez de iluminarlos. Por ello, no resulta extraño que el final de los años noventa vaya empleando ese rótulo sólo, y cada vez con menor frecuencia, como etiqueta de mercado que resume bajo un mismo nombre lo que es un conglomerado no siempre congruente de diversas posiciones teóricas y críticas que acontecieron en aquellas décadas».
Según Thiebaut es preciso delimitar el significado de
los diversos usos del rótulo “postmodernidad”, en los campos de las prácticas artísticas,
de las teorías estéticas y, más generalmente, de la crítica cultural y la filosofía.
Pues, en efecto, el rótulo de la posmodernidad englobaba tanto constataciones
de asesoramiento temporal («después de la modernidad») como de agostamiento teórico
(«más allá del programa de la modernidad») que apuntaban, de forma referencialmente
confusa, a lo que de distinto habría en relación a un momento o a un programa históricamente
anteriores. «A la vez, este término histórico referido, la “modernidad”, aludía
en una misma definición de época a programas teóricos y artísticos de muy diversa
índole. Por modernidad se entendía, por ejemplo, lo que, para la filosofía, comenzaba
a veces en el diecisiete cartesiano y otras en el dieciocho ilustrado. Pero, con
el mismo término se aludía también al modernismo artístico —o a los diversos modernismos—
del diecinueve y de comienzos del veinte (desde Baudelaire a las vanguardias pasando
por Mallarmé; desde la Bauhaus al funcionalismo arquitectónico de los cincuenta).
El rótulo, “postmodernidad”, pues, resumió con efectividad en un mismo valor de
cambio muy diversos valores de uso a efectos de la crítica y las teorías».
Thiebaut continúa con algunas visiones de la posmodernidad: en el mundo estadounidense, Charles Jencks acentuó estos rasgos de liberación y dio muestras del carácter optimista —aunque no por ello menos perplejo, una perplejidad nunca trágica— del programa post‑moderno. Este Optimismo ha perdido, en estas formulaciones, el sombrío aguijón crítico que, por el contrario, siempre retuvo el movimiento crítico que acompañó al programa moderno desde su nacimiento hasta la misma Escuela de Frankfurt. En What is Post‑Modernism, Jencks señala: «(La postmodernidad) es una era en la que ninguna ortodoxia puede adoptarse sin autoconciencia e oronía pues todas las tradiciones parecen retener alguna vaiidez. Esto es debido, en parte, a la llamada explosión informativa, a la llegada del saber organizado, a las comunicacioncs mundiales y a la cibernética (...) El pluralismo —el “ismo” de nuestro tiempo— es tanto el gran problema como la gran oportunidad: todos somos los grandes cosmopolitas, los individuos liberados» [Jencks, C. What is Post-Modernism. Academy Editrions. Londres. 1989. p. 7. Cit. en Kumar, op. cit. p 105. Bien es cierto que Jencks matiza este optimismo con la conciencia de «confusión y ansiedad» que conforman la cultura de masas.]
Thiebaut continúa con algunas visiones de la posmodernidad: en el mundo estadounidense, Charles Jencks acentuó estos rasgos de liberación y dio muestras del carácter optimista —aunque no por ello menos perplejo, una perplejidad nunca trágica— del programa post‑moderno. Este Optimismo ha perdido, en estas formulaciones, el sombrío aguijón crítico que, por el contrario, siempre retuvo el movimiento crítico que acompañó al programa moderno desde su nacimiento hasta la misma Escuela de Frankfurt. En What is Post‑Modernism, Jencks señala: «(La postmodernidad) es una era en la que ninguna ortodoxia puede adoptarse sin autoconciencia e oronía pues todas las tradiciones parecen retener alguna vaiidez. Esto es debido, en parte, a la llamada explosión informativa, a la llegada del saber organizado, a las comunicacioncs mundiales y a la cibernética (...) El pluralismo —el “ismo” de nuestro tiempo— es tanto el gran problema como la gran oportunidad: todos somos los grandes cosmopolitas, los individuos liberados» [Jencks, C. What is Post-Modernism. Academy Editrions. Londres. 1989. p. 7. Cit. en Kumar, op. cit. p 105. Bien es cierto que Jencks matiza este optimismo con la conciencia de «confusión y ansiedad» que conforman la cultura de masas.]
Calabrese y el Neobarroco.
Omar Calabrese en su libro El lenguaje del arte
(1987) parte de la hipótesis de que el arte posee un estatuto lingüístico —y, por
tanto, estructurado— que lo hace accesible a diversas clases de estudio de sus
mecanismos de funcionamiento. Calabrese atiende a la relación entre arte y comunicación.
Aforma que el arte es un proceso de comunicación y de significación, basado en
tres premisas: «el arte es un lenguaje», «que la cualidad estética, necesaria para
que un objeto sea artístico, también pueda ser explicada como dependiente de la
forma de comunicar de los objetos artísticos mismos», y «que el efecto estético
que es transmitido al destinatario también depende de la forma en que son
construidos los lenguajes artísticos».
Calabrese, en el siguiente libro, La era neobarroca
(1989), propone que Posmodernidad y Neobarroco son términos casi sinónimos o complementarios
para definir el sentir generalizado del final del siglo XX. Se habla de caos y
turbulencia en la estética del neobarroco, pero también de fragmento, de comunicación
intermitente, de indiecibilidad, de la cancelación del sentido y de la ausencia
de significado en la recepción del mensaje, de suspensión de la enunciación, de
constantes saltos y reenvíos, y de discontinuidad. Calabrese escribe que lo atractivo
de las producciones neobarrocas es que «permanece sólo el extravío y el desafío,
tanto más placentero porque la conclusión existe en algún lugar. No hay, por tanto,
enigma más divertido que aquél del cual se hace una hipótesis de una solución,
pero del que la solución misma no llega nunca» [Calabrese. La era neobarroca
(1989): 157.].
Y en otro libro, Neobarroco [Calabrese. Neobarroco, en
Jarauta (ed.). Otra morada sobre la
época (una recopilación de conferencias en un congreso).], se interroga sobre la cuestión de
la época y recalca que estamos en una época neobarroca, con el desbordamiento del
tiempo y del orden; el desbordamiento de los límites; la importancia del fragmento
o detalle; la inestabilidad y la metamorfosis monstruosa o transindividual (Alien,
La mosca, Zelig, etc.); el desorden y el caos, con la exaltación
de lo caótico frente al orden clásico (las pinturas boca abajo de Vasélich); el
nodo y el laberinto. En el siglo XX, el espacio artístico se muestra fragmentado,
plano (claustrofóbico). Las nuevas formas de concepción del espacio son el nodo
(un espacio de intersección en una trama de nudos, como un metaespacio limitado)
y el laberinto, un espacio sin salidas. También se pierde el relato de la realidad:
todo está contaminado (razas, culturas, ciencias, el arte por las otras manifestaciones
humanas). Es una época en que el principio de incertidumbre de Heisenberg introduce
la pérdida de confianza en el paradigma científico. Otro gran relato nuevo de
la posmodernidad es la distorsión y la perversión, con artistas como Lüpertz, que
transgreden con una ansía filosófica.
Vattimo y la postilustración.
El filósofo italiano Gianni Vattimo, catedrático de la
Universidad de Turín, escribe (1983) que «La herencia de las vanguardias históricas
se mantiene en la neovanguardia en un nivel menos totalizante y metafísico, pero
siempre en el signo de la explosión de la estética fuera de sus confines tradicionales».
A la utopía de las vanguardias se sigue/opone la heterotopía de las neovanguardias.
De este modo, establece la conexión entre el arte anterior a 1939 y el de los años
60, que cuestiona los límites tradicionales de la experiencia estética y pone
de relieve el perfil obsoleto del artista demiurgo, sustituido por el artista
propiciador de la comunicación, por el activista sociocultural al que se asocian
todas las actividades en torno a la crisis del arte: body art, performance, happenings,
etc.
En una conferencia Dialéctica de la postilustración
[leída en el Seminario “Postilustración y nuevo siglo”, Curso de
Verano de la Universidad Complutense, El Escorial (1-VIII-1996). Otros pensadores
en ese curso fueron los profesores José Luis Pinillos, Graciano González y
Mario Ruggenini.] abordó el tema con humor: «Todos los días cuando me levanto
lo primero que me pregunto es: ¿me siento una persona postmoderna? Lógicamente
desecho rápidamente la idea porque, si no, no comenzaría el día». A lo largo de
su disertación (dividida en cuatro puntos: la filosofía como discurso de la época,
la postilustración como ilusión dialéctica, racionalidad y continuidad), añadió,
ya más académicamente: «El ser humano siempre ha intentado atrapar la verdad y en
este sentido pienso que la postilustración cada día se encuentra más cerca de descubrir
esa verdad. Pero para alcanzarla, la filosofía se ha convertido hoy en un discurso
sobre la época». Para Vattimo, la evolución y el desarrollo se apoyan fundamentalmente
en la disertación de los valores convencionales y por ello se pregunta quién sabe
en qué época nos encontramos. «La idea de modernidad es una toma de conciencia
de la que no se está seguro del momento en que se produce» y pone como ejemplo
la enseñanza de la Historia: «La modernidad comienza en 1492, nos contaban en
la escuela, pero recalcando que se había llegado a tal conclusión muchos años después».
Sin embargo, sí se atreve a afirmar que mientras su generación se reveló en mayo
del 68 como un movimiento apoteósico, ahora los cambios están más diseminados:
«En aquel momento nuestras inquietudes individuales coincidieron con el significado
general de la época, ahora todos hacen lo que les da la gana y por separado». Siguió
en la línea de las coincidencias temporales y aseguró no entender porqué las personas
relatan su vida conforme a los acontecimientos más destacados de su tiempo. «Nuestro
hablar del mundo es un uso de metáforas», dijo, aunque reconoció que cada individuo
las propone o se entiende según su parecer. Puso el ejemplo de los idiomas oficiales
y las lenguas maternas o de segunda clase para definir que la postilustración
la entiende como la liberación de esas metáforas.
Lyotard y el fin de los grandes relatos.
Jean-François Lyotard, en La condición posmoderna
presenta al posmodernismo como la pérdida de los “grandes relatos” en los que
se asienta la sociedad (sea primitiva o desarrollada). Son los “grandes relatos”
que legitiman el poder o las estructuras de cualquier índole. Así la Inquisición
lo fue por la religión, el nazismo por el racismo científico, el estalinismo por
el marxismo-leninismo, el capitalismo por el mito de la ciencia (la máquina) como
motor del eterno progreso. El mundo moderno tiene el “gran relato” de la ciencia,
hasta 1945, igual que el relato del Humanismo. En la II Guerra Mundial se pierde
la creencia en esos “grandes relatos”. Auschwitz sería el símbolo de la caída
de los “grandes relatos”. La idea de Historia como un “gran relato” de los grandes
acontecimientos, cambia a ser relato de los grandes crímenes de la Humanidad.
La sociedad posterior a 1945 debe legitimarse con nuevos relatos. También se ha
caído el relato del saber, del conocimiento: hay unas nuevas propuestas que han
fracturado la unidad del conocimiento. El conocimiento es ahora incompleto, fragmentado,
plural, ecléctico, desesperanzado respecto a que sea posible una concepción global
del mundo. El lenguaje, el discurso, nunca es total, siempre es parcial, con ausencias.
Los nuevos grandes relatos son la aldea global, Internet, el mundo mediático que
igualará la Humanidad. Lyotard formuló todo un programa de análisis que recoge
y sistematiza elementos de crítica a la modernidad que hemos ido sugoriendo: las
sociedades contemporáneas ya no son como las sociedades típicamente modernas
cuya complejidad racional se dejaba analizar en el programa neokantiano de Weber
o en el programa funcionalista y sistémico, y cuyos heroicos retratos aparecían
petrificados en el canon liberal de la modernidad; los procesos de tecnificación
e informatización han reducido al lenguaje mediático e informatizado todas esas
complejidades; la inadecuación del canon racionalista liberal y esa especial primacía
del lenguaje deja abierta una forma de saber y de relato del sentido que la modernidad
había dejado en una opaca oscuridad: el saber y el relato narrativo en el que
se expresan formas de subjetividad cada vez más libres, menos domesticadas por
aquellas ya inadecuadas y férreas autoimágenes racionalistas de la modernidad.
En sus últimos años, Jean-François Lyotard, un posmoderno
y, no obstante, defensor de las vanguardias históricas, revive el kantismo: profundiza
en la teoría de lo sublime de Kant, uniendo las interpretaciones de Adorno (el arte
como fuerza subversiva) y Heidegger (el arte como Ereignis, acontecimiento
u ocurrencia), para legitimar el arte revolucionario: «L'avant-gardisme est
(...) en germe dans l'esthétique kantienne du sublime». Pero el mismo Lyotard confiesa
que Kant aplica en la Crítica a la facultad de juzgar el predicado de sublime
no a las obras de arte sino a los referentes (los sujetos representados); lo sublime
se aplica así a la estética de la naturaleza y no a la teoría del arte. Pese a esto,
Lyotard considera que el arte necesita una justificación filosófica y que el modelo
kantiano es el mejor para legitimar el arte vanguardista tras la debacle del modelo
evolutivo hegeliano (el “gran relato” que ha dominado desde el siglo XIX el historicismo
moderno).
Los síndromes de la posmodernidad: la caída de los
mitos.
Ya no hay confianza en el mito (gran relato) del arte
como transformador del hombre. El poeta Miguel García Posada [García Posada, Miguel.
Retrato del artista malvado. “El País” (20-III-1997).] opina que se impone
superar la imagen romántica del artista entregado al culto del ideal. Hay que poner
al genio sobre la tierra. Lope de Vega, Quevedo, Wagner, Picasso, Juan Ramón Jiménez...
no necesitaban ser buenas personas: «Cansa tanta visión dulzona del artista como
ser generoso, amable, fraternal. No es necesario recurror al artista maudit para
encontrar su imagen opuesta. Una cosa es ser malvado y otra maudit. Richard Wagner
era malvado; Rimbaud, maldito. El maldito se destruye a sí mismo; el malvado destruye
—o lo intenta en grados diversos— a los demás. Naturalmente, nadie —ni en el mundo
del arte ni fuera de él— es malvado al cien por cien. Pero hay que dejar atrás
la imagen seráfica de los artistas, que a nada conduce salvo a falsear la realidad,
y eso nunca es positivo».
La obra maestra del creador no es su vida, sino su obra.
Es a esta a la que debemos volver nuestra morada: «El arte no hace mejor a quien
lo cultiva, y cabe agregar que tampoco tiene por qué mejorar necesariamente a quien
lo degusta. Aquí podría recordar la imagen nauseabunda y reiterada, pero real,
del nazi que escuchaba a Mozart en el campo de concentración. Es obvio: lo que
distingue al artista del común de los mortales es... el arte. En todo lo demás
no existe diferencia».
Jappe, siguiendo la estela de Lyotard, afirma que el discurso
crítico no ha de describir ni enjuiciar —sus objetivos tradicionales—, sino que
ha de «traslucir la actitud espiritual del objeto representado» [Georg Jappe. La
crítica de arte en la práctica, p. 132-141, en Combalía et al (1980).].
Baudrillard se pronuncia al respecto: «La crítica es hoy
incapaz de articularse desde una posición de alteridad... No se puede extraer un
significado, ni ideológico ni estético» [Baudrillard, Jean. Entrevista con
Jean Baudrillard (por Catherine Francblin). “Artpress”, París, 216
(IX-1996). Rep. en “Lápiz” 128/129 (II-1997): 57.].
Catherine David, comisaria de la Documenta de Kassel
(1997), avisa de que la crítica de arte se confunde crecientemente con el periodismo.
Desaparecen los grandes críticos que privilegiaban unas obras sobre otras, según
determinados criterios. El papel del crítico es crear diferencias cualitativas
y ese papel se está perdiendo, sustituido por la mera crónica del suceso artístico,
reproduciendo en esta la producción “teórica” del mercado del arte (presentaciones
de catálogos, monografías, etc., encargadas por los artistas o las galerías). [David,
Catherine. Entrevista con Catherine David, por Rosa Olivares. “Lápiz”
128/129 (febrero 1997) 68-79, ver p. 76.]
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