EL DEBATE SOBRE LA MODERNIDAD.
ÍNDICE:
INTRODUCCIÓN.
I. LA MODERNIDAD.
I.1. ¿QUÉ ES
LA MODERNIDAD?
I.2. LOS CONCEPTOS
DE LA MODERNIDAD.
Las vanguardias.
Benjamin
y la reproductibilidad.
El progreso.
I.3. ¿CRISIS O MUERTE DE LA MODERNIDAD?
INTRODUCCIÓN.
La morada estética
sobre el lenguaje artístico contemporáneo exige plantearse el debate Modernidad/Posmodernidad
o Modernismo/Postmodernismo (términos equivalentes a los primeros y que son tomados
del inglés).
La historia es
siempre historia contemporánea, como decían Croce, Bloch y Febvre, pues el pasado
es la clave para entender el presente y es desde el presente -desde nuestras preocupaciones
y obsesiones- que moramos e interpretamos el pasado. Por ello, entender los fenómenos
actuales exige retornos a sus antecedentes. Entender la posmodernidad es inseparable
de ahondar en la modernidad.
Vamos a explorar
este debate en tres grandes divisiones: la modernidad, la posmodernidad y el arte
posmoderno. Nos hemos abstenido, por mor de las posibilidades de tiempo y espacio,
de penetrar en la teorización de la modernidad, en el arte de las vanguardias,
y en las manifestaciones no artísticas.
Primero nos
hemos planteado qué es la modernidad, sus conceptos fundamentales y si hay una
crisis superable o una muerte irreversible de la modernidad. Sólo entonces nos
hemos planteado qué es la posmodernidad, sus conceptos, sobre si tendrá un futuro,
para adentrarnos finalmente en el campo de su más carismática manifestación mediática,
el arte posmoderno.
Para ilustrar
muchos puntos, nos hemos limitado a esbozar las ideas de los autores que hemos
juzgado más adecuados y hemos usado a menudo de largas paráfrasis, pero siempre
citando las fuentes originales.
I. LA MODERNIDAD.
I.1. ¿QUÉ ES
LA MODERNIDAD?
La modernidad
deriva del Renacimiento, cuando surge la idea de la ciencia como transformadora
del mundo y del ser humano, en estrecha relación con el Humanismo. Desde entonces
vivimos una perenne revolución que aboca al siglo XX.
Parafraseando
a Ana Lucas, el discurso de la Modernidad, por su parte, nació con la obra del
poeta y crítico francés Charles Baudelaire, como respuesta a la configuración
de un arte nuevo que debía expresar los cambios habidos en las sociedades industrializadas.
En un mundo en transformación, donde los mecenas (los Príncipes, la Iglesia) han
dejado de existir como grandes clientes, el poeta, por primera vez en la historia,
tiene que adecuarse a las reglas del mercado. Baudelaire llegará a hacer de la
mercancía el nuevo sujeto poético de su obra, construida para una sociedad que
ya no tendrá como contenido primordial a la naturaleza, sino a los elementos artificiales
que configuran el rostro de las primeras metrópolis modernas, resultado de la concentración
de un nuevo sujeto histórico, la multitud, que vive hacinada en las gran urbes
como consecuencia de la vida de la fábrica. A partir de este momento, la vida en
comunidad da paso a la civilización, a la asociación [Tönnies, F. Comunidad
y asociación. Península. Barcelona. 1979.]. Muchos fueron los autores y artistas
protagonistas de ese cambio radical, pero para el historiador de arte es imposible
ofrecerlos todos a la morada del mundo. Necesitamos a un asesino, a alguien que
encarne el mito del verdugo de una época y de una sensibilidad gastada, y Baudelaire
tiene el perfecto rostro del asesino: poeta maudit, fracasado como hombre,
ceñido por la horma de un tiempo universalmente cruel, representa el símbolo de
la conciencia del fracaso que nos acecha a todos los hombres, sumidos en la inanidad
ante la enormidad de un mundo inaprensible, provisto de infinitos datos y saberes,
demolidos todos los paradigmas cognitivos, clausuradas todas las estructuras y
concepciones de explicación universal de ese caos que nos envuelve, y ante al que
a menudo sólo nos protege el poder de la evocación: la tradición como coraza que
encarna el último baluarte del existir.
La modernidad,
conforme se desarrolló en la vida cotidiana, ocasionó nuevas catástrofes y nuevos
problemas, transformando la faz de la historia. La modernidad, en principio, salió
favorecida de la nueva sociedad industrial, al levantar el estandarte de la novedad
y parir un rico repertorio de recetas artísticas que se dispuso a cambiar y construir
el mundo. Las grandes ciudades industriales modificarán no sólo las costumbres
de sus habitantes, sino que también despertarán en ellos otro tipo de percepciones
a las que habrán de adaptarse (los ruidos, el tráfico, los nuevos oficios para
nuevas demandas, un constante bombardeo de imágenes veloces, emitidos desde diferentes
ámbitos que se entremezclan). El surgimiento de nuevas técnicas posibilitó nuevas
aplicaciones artísticas y, por ello, el propio concepto de arte sufrirá notables
cambios -Walter Benjamin fue de los primeros en advertirlo-. Georg Simmel nos alerta
de que este mundo está en perpetuo y vertiginoso cambio, lo que exige un sinfín
de reacciones. Las propuestas son múltiples: la melancolía por el pasado perdido
(Thomas Mann); el clarividente catastrofismo (Karl Kraus); el pesimismo de Kafka,
quien no entiende la compleja maquinaria que mueve al mundo; el compromiso de Bertolt
Brecht que aprovecha este magma para proponer una obra teatral asentada en el momento
presente, y a la vez crítica con respecto a este, para lo que usa medios tan diversos
como el montaje, la proyección de diapositivas o la utilización de la vida nocturna
del cabaret o de las revistas musicales. Es el dramaturgo donde mejor vemos esta
cruel y escindida convivencia de los mundos viejo y nuevo.
Era un mundo
cuyos avances tecnológicos hicieron soñar a muchos con radicales transformaciones
sociales y culturales. Los protagonistas se aglutinaron en los movimientos de las
vanguardias y se asociaron los conceptos de vanguardia artística y vanguardia política.
Pero es preciso advertir que esta no es una fusión indeleble: los artistas impresionistas
y nabis fueron en general reaccionarios, y así Renoir, Rodin, Cézanne, Degas
o Denis fueron activos enemigos de Dreyfuss y asimismo antisemitas. Sobre los
futuristas italianos hay consenso en que fueron predominantemente fascistas. En
la II Guerra Mundial colaboraron con los ocupantes alemanes los artistas
franceses Maillol, Vlaminck o Derain, aunque el pintor Maurice Denis, aunque
simpatizante, no colaboró activamente con el régimen de Vichy. Entre los historiadores
de arte hubo de todo: el medievalista Louis Hautecoeur fue director y después secretario
general de Bellas Artes, y en cambio la mayoría de los defensores del arte
contemporáneo se mostraron distantes con el régimen fascista del mariscal
Pétain.
Las vanguardias
aspiraron a un mundo más allá del convencionalismo burgués y de su metódica forma
de entender la vida. Pero no fueron movimientos uniformes ni secuenciales. La libertad
en el seno de cada uno y, de resultas, el contenido plural del mensaje artístico
de las vanguardias, albergaron y cultivaron los gérmenes de un cambio permanente,
enlazado al del mundo. Dadaísmo y Surrealismo fueron los más destructivos y, por
supuesto, creativos, y su influencia llega a nuestros días (las artes de la postvanguardia
de los años 60 y 70 bucean en los mismos retos y propuestas del dadaísmo). Mas
pronto su caudal subversivo fue absorbido por los sortilegios del poder (capitalista
o socialista): su misma pretensión de ser un arte popular, no elitista, les llevó
a hacerlas comprensibles, accesibles, normativizadas, a “ritualizar” la presentación
de sus obras, a mostrarlas en un contexto cultual y frío, tan desapasionado y tan
tradicional como el arte al que sustituían. Esos son los factores del fracaso
de la Modernidad, por no haber sabido cumplir los ideales ilustrados (la tesis
de Habermas). No se produjo la utopía de la liberación del hombre, como indican
al unísono los pensadores Benjamin, Lukács, Bloch, Adorno y Marcuse.
¿Cuál es el
discurso teórico de la modernidad? Según Lyotard, entre los “grandes relatos”
de la modernidad, legitimadores del naciente mundo capitalista, los que más atañen
al arte son la universalidad del arte, el arte transformador, el humanismo y el
sueño de la historia como progreso. El primero, la universalidad del arte, que
debe ser inteligible para todos, y así Mondrian y la Bauhaus quieren hacer un arte
geométrico o funcional, directamente inteligible; el segundo, la concepción del
arte como transformador de la sociedad, una utopía que hoy parece haberse perdido
(pues la sociedad conservadora domina, devora y “enclaustra” el arte, le ha vencido
en fin); el tercero, el Humanismo, basado en la creencia del poder del sujeto,
para el que el ser humano es el gran tema y el hombre es positivo señor de sí mismo;
el cuarto, el sueño de la historia como progreso infinito, como ciega creencia en
el progreso del ser humano, al que la máquina y la ciencia le ayudarán en su desarrollo
y final perfección.
Eran “grandes
relatos” que perfeccionaban una larga tradición: una ontología del ser, y como
corolario de este también del arte. Las propiedades del ser se afirmaron desde
la misma antigua Grecia: la verdad, el bien y la belleza, y pasaron incólumes a
través de la Edad Media cristiana y del Renacimiento-Barroco, hasta la crisis del
nacimiento de la Modernidad, cuando la Ilustración diferencia cada ámbito interior
del ser y de su actividad exterior, lo que es un rasgo principal de la Modernidad,
como es un rasgo de la Posmodernidad la noción del arte como eliminación de toda
diferenciación (con un paralela estetización de la vida social, en un retorno a
la pre-Ilustración).
I.2. LOS CONCEPTOS
DE LA MODERNIDAD.
Las vanguardias.
Las vanguardias
no fueron un fenómeno homogéneo. Subirats traza dos líneas maestras en las vanguardias
históricas. Una de ellas, que adoptó una actitud nihilista, destructiva, activista
y caótica, fue protagonizada por el dadaísmo y continuada por el surrealismo, el
expresionismo abstracto, el informalismo y, en los años 80, el neoexpresionismo.
La otra siguió una postura conciliadora, purista, normativa y utópica, a través
del neoplasticismo, la Bauhaus, el constructivismo, el estilo internacional, etc.
Marchán Fiz, por su parte, no considera entre las vanguardias el cubismo y el
expresionismo, pues el rasgo principal de la vanguardia sería su ser combativa:
el cubismo era más inmanente al arte y luego fue usado por las vanguardias, aunque
a Picasso nunca le interesó el tema de la vanguardia; el expresionismo era un arte
interior del ser humano, sin trascendencia social.
Bürger, en
su Teoría de la vanguardia [Celia Montolio, p. 61, en AA.VV. Claves
Bibliográficas del arte contemporáneo. “Lápiz” 109/110 (II y III-1995).] sigue
la estela de Adorno, para preguntarse como él en qué medida el arte encarna a
la sociedad y si hay una esfera de valores y acciones situada al margen de la estructura
capitalista. Adorno y Bürger concuerdan en que la autonomía del arte es un mal
necesario para alcanzar el bien mayor y ambos sugieren que puede ser legítima y
necesaria siempre que las sociedades del capitalismo avanzado no hayan sido transformadas.
Pero a partir de este punto sus análisis divergen. Adorno enfatiza sobre las obras
de arte autónomas, y Bürger sobre la “institución del arte”, considerada como una
categoría histórica. Bürger considera que Adorno se equivoca cuando incluye movimientos
vanguardistas históricos como el futurismo, el constructivismo, el dadaísmo y el
surrealismo temprano bajo el concepto de “arte moderno”. Bürger aduce que la vanguardia
es un fenómeno histórico único que, rebasando el enfrentamiento moderno contra
los géneros y técnicas tradicionales, ataca a la totalidad de la institución burguesa
del arte. Este ataque es a la vez una autocrítica cuyo objetivo es «reintegrar el
arte en la práctica de la vida». Bürger afirma que la vanguardia reta al principio
de autonomía que opera tanto en la historia del arte burgués como en la teoría estética
de Adorno. Bürger ofrece en su libro un utillaje teórico que da soporte a los intentos
de la vanguardia de transgredir los límites de la institución del arte, borrar
las fronteras entre sociedad cultural y política, y devolver la producción estética
a su lugar -humilde y sin privilegios- dentro del conjunto global de las prácticas
sociales. El estudio del futurismo, el dadaísmo y el primer surrealismo es una
exigencia insoslayable si se quiere indagar de modo científico en el posible efecto
social del arte en nuestros días.
Bürger asocia
al concepto de vanguardia la dislocación del sentido de la obra de arte: «Tal negación
de sentido produce un shock en el receptor. Esta es la reacción que pretende el
artista de vanguardia, porque espera que el receptor, privado del sentido, se cuestione
su particular praxis vital y se plantee la necesidad de transformarla» [Bürger.
1987: 146.].
La obra de arte
de vanguardia (o manifestación vanguardista) nace con el empeño de trazar un puente
con la praxis vital de la institución arte, que desde principios del XIX había
sido socavado por la burguesía mediante la estetización de la producción artística,
lo que había conducido a una relativa autonomía de la obra de arte respecto al
medio social o al subsistema social del arte. Sin embargo, la pretensión de la
vanguardia de rescatar para el arte ese compromiso con la praxis vital entra en
conflicto con la pérdida de la autonomía, de la que los artistas no están dispuestos
a prescindir, con lo cual todo se resuelve mediante la «superación del arte en
la praxis vital. Pero semejante concepción ya no permite distinguir una finalidad.
Para un arte abstraído de la praxis vital ya no puede no siquiera hablar de la
falta de finalidad social, como en el caso del esteticismo. Cuando arte y praxis
forman una unidad, cuando la praxis es estética y el arte práctico, ya no se puede
reconocer una finalidad el arte, simplemente porque ya no rige la separación de
los dos ámbitos (el arte y la praxis vital) que requiere el concepto de finalidad»
[Bürger. 1987: 106.]. Es una superación inalcanzada hoy, por lo que sigue existiendo
la idea de una indiscutible autonomía de la obra vanguardista sobre el medio social
que la rodea.
Combalía dice
por su parte que «El descrédito de la vanguardia no es más que el descrédito de
la ideología del progreso en arte que tuvo como corolario la ilusión tecnológica
que todos vivieron en los años 60» [Combalía et al, 1980: 7.].
Por su lado,
Marchán Fiz interpreta las vanguardias heroicas como mediaciones hacia la superación
de las antinomias estéticas surgidas en el iluminismo (analizadas por Marx)
[Simón Marchán Fiz. La utopía estética de Marx y las vanguardias históricas,
p. 9-45, en Combalía et al (1980).] y analiza las teorías estéticas de Marx, para
quien las vanguardias eran las superadoras de las antinomias estéticas (conflictos
entre ideas o esquemas mentales estéticos del mismo rango, como fragmentación/totalidad)
del iluminismo, para acabar con un resumen de su concepción de la crisis de las
vanguardias. La gran utopía era la liberación del hombre mediante el arte, la aportación
de las manifestaciones artísticas a la emancipación del individuo en la dialéctica
individualidad/universalidad:
«Las neovanguardias
han sembrado la desconfianza en los intervencionismos. Esta especie de resignación
de la postvanguardia alimenta la sospecha de que se alarga cada vez más el desenlace
de las antinomias. De que no será mecánico, ni automático y es escéptica ante
la resolución total. La actual situación de lo después parece ser una consecuencia
de lo que suele considerarse el fracaso de la vanguardia. Hoy sufrimos el desengaño
de las pasadas utopías tecnocráticas concretas. Surgieron como hipótesis provisional
que a medida que muchas de las propuestas, de marcado carácter afirmativo, de las
vanguardias eran asumidas, se agotaba su papel. Otras, en cambio, pervivían como
proyecto que desbordaba las previsiones de su fase histórica. En cualquier caso,
este final de utopía y la actual actitud realista y de resignación se superponen
y compensa con frecuencia. El declive de esta utopía estética, abstracta o concreta,
parece tener bastante que ver con los obstáculos de la emancipación social, del
proyecto necesario, con las rebajas en los programas de transformación revolucionaria
de la realidad. La ideología artística se rinde o está a la defensiva frente
a la realidad, tras haber confiado excesivamente en sus ofensivas. La postvanguardia
nace impregnada de esta actitud. Consciente o no de que el plazo para las resoluciones
totales no sólo no parece estar próximo, sino haberse alejado. La puesta en paréntesis
de la utopía estética no parece gratuita. So pena de caer en la esterilidad, no
queda otra salida que enfocar la práctica artística de otra manera. Esta sería otra
historia, que no tiene mucho que ver con la anterior: la postvanguardia
o postmoderno. Que la puesta entre paréntesis sea provisional o definitiva
es algo que sólo el curso de la historia podrá verificar. A la espera de ello, es
hora de empezar a analizar el pasado próximo de las vanguardias y el presente
de la postvanguardia con parámetros críticos que remiten a coordenadas no exploradas
o poco desarrolladas.
Se ha abierto
un proceso a la vanguardia. Frente a los juicios globalmente positivos o negativos,
defiendo la necesidad de matizar logros y límites objetivos, realidades y virtualidades
o ilusiones. Estas notas son rabiosamente provisionales. Sólo una revisión, que
en ciertos casos ha empezado, permitirá conocer cómo interpretaba cada vanguardia
los términos del debate y trataba de resolver tales oposiciones. Hasta dónde lo
conseguía o su proyecto era integrado como ideología. Cómo el reto del proyecto
marxiano de la resolución de las antinomias sigue en pie y nos debatimos en problemáticas
que inauguró el Iluminismo» [Ibid, 44-45.].
Benjamin
y la reproductibilidad.
Hoy se pierde
el deseo abstracto de algo único: el hecho artístico es masivo, por su producción
o por su percepción. No es extraño que el tema de la reproductibilidad del arte
contemporáneo continúe interesando a los críticos, desde la lúcida visión de Benjamin
[Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica. p. 17-57. En Discursos interrumpidos I. Taurus. Madrid.
1973.], como lo demuestra que el crítico de arte Pinto de Almeida siga utilizando
en 1997 los instrumentos teóricos de aquél para analizar el arte actual [Pinto
de Almeida, Bernardo. Múltiples múltiples. De la reproducción. “Lápiz”
128/129 (II-1997) 102-109.].
Benjamin, filósofo
de formación, literato romántico de vocación, es un precursor del discurso de
la posmodernidad. Personaje entre la filosofía y la creación, entre el pensamiento
y la acción, para él la crítica no fue nunca «una actividad evaluadora y no productiva»,
sino «objetivamente productiva, creativa desde la prudencia». La práctica artística
de los dadaístas, para Benjamin, aparece como la precursora de la época de la reproductibilidad
técnica que conlleva la pérdida del aura del arte. Opina que fueron los primeros
artistas conscientes de la necesidad de un cambio en la producción, que más tarde
llevaría a la reproducción masificada por medio del concurso de los medios técnicos
puestos a su servicio.
Su tesis principal
en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es que «Cuando
la era de la reproducción mecánica separa el arte de su base cultural, la apariencia
de su autonomía desaparece para siempre». De entrada, Benjamin asume el pensamiento
abierto a las nuevas manifestaciones artísticas de Paul Valéry. El poeta francés
se complacía en las perspectivas del arte recientemente abiertas gracias a los
nuevos medios técnicos ofrecidos por la sociedad industrial, y, además, opinaba
que el arte sería transformado no sólo en sus técnicas sino también en su estética,
por la ruptura de los límites técnicos que sufría la invención. Benjamin retoma
este discurso en una línea nueva, ortodoxamente marxista, y propone unos conceptos
que sean utilizables para una política artística revolucionaria. Advierte que los
cambios superestructurales son mucho más lentos que los estructurales, pues cambiar
la ideología es más difícil que transformar las relaciones de producción. Pero
proclama que, por fin, en los años 20, la superestructura artística ha alcanzado
a la revolución de la estructura, tras decenios de adaptación, pues el arte contemporáneo
(la superestructura) ha asumido en el fenómeno de las vanguardias las innovaciones
técnicas del siglo XIX.
La reproductibilidad
de la obra de arte es algo nuevo de esta época de cambios. La obra de arte, que
siempre fue susceptible de reproducción por copia manual, es ahora accesible a
la mayoría gracias al desarrollo de los medios de reproducción masiva: primero el
grabado en litografía -que sustituía al limitado en número de la xilografía y
la calcografía-, más tarde la fotografía, seguida del cine y el disco de música.
La reproductibilidad de la obra de arte ha perturbado los esquemas históricos
de la cultura, pues ha acelerado y expandido la educación artística de la generalidad
de las clases sociales al permitir su acceso a la universalidad de las imágenes
que componían el corpus cultural y artístico antes reservado a las clases altas.
Además, la reproducción de la obra artística y el cine han aparecido como artes
nuevas, y ambas se refieren al arte tradicional en un debate que exige una nueva
definición de arte, más atento a sus implicaciones sociales.
Destaca que
la “autenticidad” falta en la reproducción de la obra de arte. En ella no estamos
ante la obra original, no vivimos el acontecimiento único de compartir su aquí
y ahora, su existencia irrepetible y originaria, la que constituye su aura: «en
la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el
aura de esta» [Ibid, 22.]. En el presente se masifica lo que en el pasado era
presencia irrepetible, se actualiza y se aproxima la obra al acercarla en cada
momento elegido al lugar donde está el destinatario. Así se conmueve la tradición,
que acotaba estrictamente el ámbito espacial y temporal de la obra de arte, la “reservaba”
para un reducido círculo. El nuevo arte ciertamente más rupturista -por poderoso-
es el cine, con el que hoy asistimos a «la liquidación del valor de la tradición
en la herencia cultural». El cine histórico y cultural acercaba la tradición a
las masas, aproximaba y universalizaba los mitos que antes habían sido propiedad
de una élite. Seguramente, Benjamin hubiera extendido la significación del cine
a la propia de la televisión, pues sus efectos son igualmente universalizadores,
pero lo hubiera meditado en un contexto de reflexión mediática, no propia o específicamente
estética.
La percepción
sensorial está condicionada históricamente y cambia en el tiempo. Una nueva época
conlleva un nuevo arte (con modos de organización y medios nuevos) y una nueva
percepción de ese nuevo arte. Benjamin explica estos cambios de sensibilidad por
las transformaciones sociales y culturales derivadas de los cambios históricos
(como la decadencia del Imperio Romano produjo el arte paleocristiano y el arte
bárbaro en Occidente). Riegl y Wickhoff no percibieron el trasfondo social de ese
cambio estético, pues no entendían cómo la sociedad transformaba y condicionaba
los cambios en la superestructura.
A continuación,
Benjamin profundiza en el revolucionario concepto de “aura” -un concepto inmensamente
fértil en el pensamiento estético contemporáneo-, que entiende como «manifestación
irrepetible de una lejanía» [p. 24]. Una lejanía entendida no como espacialidad
sino como culturalidad [nota 7, p. 26.]. Las masas humanas de hoy aspiran a “acercar”
las cosas, superar la singularidad mediante su reproducción masiva. Ciertamente
nos adueñamos de los objetos mucho más íntimamente al poseer su imagen (la obra
única, sea una pintura o la visión de un paisaje), pues la imagen sigue siendo
singular y perdurable, mientras que la reproducción es masiva y fugaz. Pero en el
mundo actual la imparable tendencia es que la reproducción sustituya a la imagen,
que se triture el “aura” haciendo a los objetos repetibles hasta la saciedad. Es
una forma de universalizar la realidad: las masas acceden al conocimiento de la
realidad.
«La unicidad
de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la tradición»
[p. 25]. El aura nació del arte como objeto de rito y al perder la función ritual
es posible su reproducción. Es una tradición intrínsecamente variable a lo largo
del tiempo, sujeta a cambios ante distintas sociedades: la estatua de Venus era
sagrada entre los griegos y un ídolo maléfico para los clérigos medievales, pero
en ambos casos tenía un aura, una irrepetibilidad. Hoy esa estatua es un referente
clásico de belleza para los amantes del arte y su reproducción ha roto el aura al
mismo tiempo que ha universalizado su conocimiento. El arte no nació como arte
sino como producción al servicio de un ritual, mágico primero (el arte primitivo),
religioso más tarde (el arte antiguo). El aura provenía de su valor ritual: comprendemos
así que ese desprendimiento de la función ritual, sea mágica o religiosa, conlleve
la pérdida del aura, «el valor único de la auténtica obra artística se funda en
el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil» [26], por lo que una
vez perdido ese valor útil, su significación ritual, se reduce su valor único. El
nacimiento y consolidación de la estética como disciplina y aspiración vital independiente
de la religión, había de derivar necesariamente en la búsqueda de la satisfacción
de una nueva necesidad social: la divulgación del arte (de la belleza, del placer
de su percepción). La reacción ante esta pérdida, acrecentada por la fotografía,
fue en el siglo XIX la teoría de “l'art pour l'art”, una teología del arte,
que derivó en la tesis del arte puro (carente de función social, incluso de contenido
objetual). Pero esta tesis ha fracasado y hoy asistimos a una situación en la que
«la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria
en un ritual» [27]. Ya no hace falta el rito, la magia, la religión o el arte por
el arte. La obra de arte actual nace para su reproducción: una película para un
solo espectador sería imposible por cara, nace necesariamente para multitudes;
la fotografía cuenta con innumerables copias idénticas; los grabados son parte esencial
de la obra de muchos pintores; los escultores colocan sus inmensas estatuas en
parques públicos pues no cabrían en las viviendas más lujosas. Es un cambio en
la fundamentación del arte: antes era el rito, ahora es la política (lo público,
la búsqueda de su percepción por las masas).
La obra artística
tiene dos valores: el cultual y el exhibitivo. El valor cultual exige a menudo el
ocultamiento (en el fondo de una cueva, en la cella del templo, en lo alto de una
catedral, en la colección del mecenas), mientras que el valor exhibitivo exige
su oferta a la multitud (en la galería, en el museo, en el parque o calle, en
la oficina). Si antes predominaba el valor cultual, hoy lo hace el valor exhibitivo.
La resistencia
del valor cultual a desaparecer se manifiesta en la fotografía. Esta nació para
el retrato, guardado en el ámbito familiar. Mas cuando el género del retrato dio
paso al paisaje y al monumento se amplió el valor exhibitivo de la fotografía. Atget
es un ejemplo de ese paso de lo cultual a lo exhibitivo, con sus imágenes de un
París sin gente, de un lugar entendido como prueba de un proceso histórico.
Benjamin se
refiere a la disputa sobre el valor artístico de la fotografía y la pintura que
ocupó parte del siglo XIX. El trasfondo (ignorado, desapercibido) del debate era
el problema de la reproducción y los profundos cambios que esta producía en la
percepción artística, pues se desligó al arte de su fundamento cultual. En el cine
ocurrió lo mismo: los primeros cineastas y críticos pretendían mantener el valor
cultual de las imágenes. Gance habla de que la esencia del cine es el culto,
Séverin-Mars la poesía y misterio, Arnoux la oración, Werfel lo sobrenatural.
Mientras el actor
de teatro muestra al público su actuación, el actor de cine la comunica mediante
la técnica cinematográfica. Esto tiene dos consecuencias: la cámara media entre
actor y espectador, y escoge, selecciona; el actor ya no puede comunicarse con el
público, no puede recibir su calor, su influjo. Benjamin señala que el actor se
representa ante la cámara, la máquina, perdiendo su aura. Considera que los actores
tienen su propia aura, su carisma, su mito de estrellas de cine, el “star system”
con el que sustituyen la ausencia del trato directo con el público. Pero lo reputa
como una invención comercial: el aura como mercancía. Olvida que la pantalla tiene
su propio calor, distinto sin duda (por eso tantos actores prefieren el teatro).
Tal vez sea la reminiscencia del aura teatral, una subconsciente defensa del público
ante la pérdida del contacto directo con el actor. O que en Benjamin aún late una
visión conservadora, prefiriendo el tradicional teatro al innovador cine. El cine
se ha democratizado: todos pueden ser actores. Los repartos se pueblan de extras
tomados de la vida cotidiana. Y lo mismo ocurre con la literatura o la escritura,
en la que se ha multiplicado el número de autores (desde los novelistas a los periodistas
y a los que escriben cartas al director...). El lector a menudo es también autor.
El cámara penetra en la realidad a través de su máquina, el pintor se coloca exteriormente
a la realidad. El cámara toma una imagen múltiple, troceada en partes, y el pintor
capta una imagen total.
Si el cine
ha conseguido llegar a las masas, en cambio la pintura ha fracasado en el mismo
empeño. Las grandes exposiciones, seguidas por multitudes, no dejan de ser excepciones,
en una tendencia al alejamiento del público respecto a la pintura (más difícil,
más minoritaria en su contemplación necesariamente individual o como máximo en
grupo), pues está seducido por otras artes: no sólo el cine, pues la arquitectura
es también más accesible que la pintura. Del mismo modo que el psicoanálisis nos
ha mostrado nuevas realidades (la del interior de la mente), el cine nos ha mostrado
visiones ocultas del mundo real e irreal. La representación cinematográfica nos
parece más realista que la de la pintura o el teatro. El cine, además, reivindica
el rol artístico de la fotografía: la presentación de la realidad puede ser arte.
El arte se anticipa
a las demandas de la sociedad: el arte es profético. El dadaísmo, el destructor
del arte (y la literatura) anterior a la Gran Guerra, ataca a los valores de marcado,
destruye el aura de la obra de arte. El escándalo sustituye a la contemplación
y la meditación: Georges Duhamel, un crítico conservador, abominará del cine porque
el paso de las imágenes le impide pensar. La provocación es el nuevo fin de la obra
de arte, provocación al burgués. Una provocación esteticista en el fascismo, revolucionaria
en el marxismo. Contra l'art pour l'art de la concepción burguesa, Benjamin
opone, finalmente, la gran alternativa -todavía utópica- que enarbolaba el comunismo
de su tiempo, la politización del arte.
El progreso.
La Modernidad
se extendió con su optimismo racional a todas las manifestaciones del hombre.
La fotografía, la arquitectura y el urbanismo entre ellas. Tomemos a este último.
El arquitecto Josep Lluís Sert, el artista Fernand Léger y el crítico Siegfried
Giedion publicaron en 1943 el manifiesto Nueve puntos sobre la monumentalidad.
En él reivindicaban la integración de todas las artes, la creación de nuevos monumentos
representativos de la sociedad surgida de la guerra, y el valor simbólico de la
arquitectura. El punto 7 decía: «En el monumento se integra la obra del urbanista,
el arquitecto, el pintor, el escultor y el paisajista». En el punto 8 reivindicaban
la necesidad de «una replanificación a gran escala que cree grandes espacios abiertos
en las zonas más degradadas de nuestras ciudades». Hoy las ciudades europeas alumbran
constantemente nuevos proyectos de transformación del medio: Barcelona, París,
Berlín... Pero, en cambio, la degradación de las urbes norteamericanas es más
avanzada que nunca, como si el éxito de la economía cuantitativa fuera antinómico
del de la economía cualitativa.
Este fracaso
es el que el pensador percibe y nos arroja al rostro. Enzensberger [Ferrer, A.;
Hernández, F.J. Entrevista a Hans Magnus Enzensberger, por “Mètode”,
Universitat de València, 13 (1996) 28-34. En especial, p. 31.], en su libro de poemas,
El hundimiento del Titanic, nos canta no tan sólo el hundimiento de un buque,
sino también el de un mito: la encarnación del progreso tal y cómo se entendió en
el siglo XIX. 1912 es, así, una premonición de los estallidos de las guerras en
1914 y 1939, con su carga de profundidad contra la creencia universal en el progreso
de la Humanidad. La crítica a la idea del progreso no es nueva: el progreso siempre
ha tenido detractores, desde la época de la Revolución francesa, con el abate Barruel,
De Maistre, De Bonald, los ultras, o un moderado como Burke, que coincidían en
que el progreso acabaría mal. Reaccionarios contra progresistas, carlistas contra
liberales, mil nombres para oponerse las ideas del fracaso y del éxito del progreso.
Pero en el trasfondo de tal debate había una realidad oculta, como dice Enzensberger,
pues nuestro pensamiento se mueve dentro de la misma historia del progreso. No
podemos decir desde fuera: ¡rehusamos esto, no lo queremos!, porque se trata de
un hecho cumplido. Cada uno de nosotros, hasta incluso el reaccionario más apasionado,
es un producto del progreso y, por tanto, rehusar la idea del progreso es un autoengaño.
La crítica a la idea de progreso sólo es posible dentro de la misma idea de progreso,
desde su aparición en la Ilustración: ya Diderot comprendió que cabía preguntarse
si el progreso seguía una evolución lineal o, por el contrario, existía una dialéctica
en el seno de la misma idea del progreso, que se relativiza y modifica, que es
contradictoria. Ese debate interno sobre el progreso, desde dentro de este, es el
debate de mayor interés. Como dice Enzensberger, son más interesantes los herejes
del progreso que sus teólogos.
I.3. ¿CRISIS O MUERTE DE LA MODERNIDAD?
Las moradas sobre la crisis de la modernidad son numerosas,
inagotables. Hemos elegido sólo algunas, de variadas perspectivas desde la psicología,
la filosofía, la sociología o el arte.
Bosco Gallardo escribía en el verano de 1996: «Es obvio
que el arte de hoy, como en otras épocas de la Historia, no es objeto de interés
y disfrute de la mayoría de las personas que comparten el mismo espacio y tiempo
que los artistas que lo han generado. Existe una gran inercia que va a permiir
que en el siglo XXI gocen de atención los discursos y plasmaciones estéticas realizadas
cronológicamente en la más estricta contemporaneidad, aunque alejados en cuanto
a su concepción e intenciones del espíritu de la época que los preside» [Gallardo,
Bosco. El arte como las estrellas. “Lápiz” 124 (VI-1996) 14-19. ver p.
14.]. Acompañando a la gran explosión general que el siglo XX ha vivido en sus estructuras
económicas, sociales y políticas, como consecuencia lógica y última de la Revolución
Industrial, «las vanguardias heroicas primero rompieron, para que luego fuera posible
construir y construir» una sucesión de caminos de creación en un mundo que a partor
de entonces conocería el vértigo. Fue una carrera en la que se perdió en el camino
el fuego de la modernidad. Ahora lo que hay es la posmodernidad. «Ya no existe arte
de vanguardia porque este era propio de la modernidad». ¿Las causas de esa pérdida
de interés del público por el arte actual? Las carencias de la educación artística
y el ínfimo gusto inspirado por los media (reality-shows, cine-basura, best-sellers...).
«En este siglo es cuando más se ha utilizado el arte como especulación para conocer
y aprender la realidad, enriqueciendo la creación artística, con aparatos conceptuales
sofisticados, para así optar muy a menudo por un arte para pensar más que para
sentor». Duchamp es el precursor de esta vía del arte-pensamiento. Greenberg en
Modernist Painting (1960) completa la separación de las artes: el artista
moderno ha de aislar las características propias de cada una de las artes y en
la pintura ha de evitar el ilusionismo, la narración y la figuración. La pintura
ha de ser color y ritmo, con un carácter plano. Es la legitimación del arte-pensamiento.
Más lejos en el tiempo, Freud tiene una obra capital sobre
el tema de la crisis ideológica del siglo XX, El malestar de la cultura.
La tesis de Freud es que toda civilización tiene unas normas que regulan las relaciones
de grupo, y que estas normas por un lado son positivas pero por otro lado reprimen
impulsos básicos del individuo (sexuales y tanáticos), al introducir tabúes higiénicos,
míticos... Estas normas provocan un íntimo daño, una tortura interior, pues lo
reprimido no desaparece sino que es desviado a otros estratos, el subconsciente,
hasta que explota agresivamente (el conflicto) o se canaliza en otros fenómenos
(como la sublimación). La tesis de Freud, privada de su finalidad curativa —íntimamente
esperanzada y racional— influirá en el surrealismo al revelar el mundo onírico
a los artistas de principios de siglo. Cuando Breton le visitó en los años 20
le confesó que el surrealismo era una nueva manera de producir imágenes y cuánto
le debía al psicoanálisis, pero Freud le respondió, le acotó continuamente, que
él pensaba sólo en la curación de los humanos, no en el arte. Freud quería conocer
cómo curar la dolorosa escisión íntima del individuo, reflejo de la escisión de
la sociedad.
Gadamer, por su parte, en sus escritos sobre estética,
diferencia entre el clasicismo (arte como religión de la cultura) y el arte contemporáneo
(arte como escisión con la cultura). Quiere superar la ilusión clasicista y la
modernista con una especie de antropología —-centrada en los conceptos de juego, símbolo y fiesta—, que nos aclare la simultaneidad
de pasado y futuro en el presente, el que no podamos hablar ni de un gran arte
del pasado ni de un arte contemporáneo que diluya todo contenido significativo.
Un signo de la modernidad es la falta de reconocimiento que proporciona lo simbólico
(también como celebración de comunión social), la conexión de fiesta y temporalidad,
la posibilidad de que las obras nos enseñen a celebrar algún tipo de retorno relacionado
con la celebración de la comunión social. Analiza la renuncia del arte contemporáneo
a la “existencia de la obra”, la renuncia a la unidad de la obra y su sugerencia
(comentando el botellero de Duchamp) de que la sola unidad o identidad de la repetición
(que se encuentra en juego) es invulnerable en cualquier producto de arte (la
llamada “identidad hermenéutica”).
Foucault, en sus primeras obras, había distinguido entre
lo discursivo y lo institucional, con espacios comunes de relación (como el manicomio),
y en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas
(1966), se propuso vincular la multiplicidad de discursos y al final indicaba
proféticamente que si la idea misma de hombre —de sujeto, de subjetividad— es una
creación histórica reciente, precisamente del momento clásico ilustrado, también
es una noción sometida a un destino de desaparición: «El hombre es una invención
cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento.
Y quizá también de su próximo fin. / Si estas disposiciones desaparecieran como
aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho
presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo
hizo, a fines del siglo XVIII todo el suelo del pensamiento clásico, entonces podría
apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de
arena» [Foucault, Michel. Las palabras y las cosas: 375.].
Baudrillard, en La ilusión del fin (1992), escribe:
«En el centro mismo de la información, la historia está obsesionada por su desaparición.
En el centro de la hi-fi, la música está obsesionada por su desaparición.
En el centro de la experimentación, la ciencia está obsesionada por su desaparición.
En el centro de la pornografía, la sexualidad está obsesionada por su desaparición.
Por doquier, el mismo efecto estereofónico, de proximidad absoluta de lo real: el
mismo efecto de simulación».
Calinescu, profesor en la Universidad de Indiana, en Cinco
caras de la modernidad (1987), parte de la tesis de que «la modernidad estética
debería entenderse como un concepto de crisis envuelto en una oposición dialéctica
tripartita a la tradición, a la modernidad de la civilización burguesa (con sus
ideales de racionalidad, utilidad y progreso) y, finalmente, a sí misma, en tanto
que se autopercibe como una nueva tradición o forma de autoridad». [Celia
Montolio, en AA.VV. Claves Bibliográficas del arte contemporáneo.
“Lápiz” 109/110 (II y III-1995): 63.] Calinescu estudia los últimos 150 años, los
del nacimiento y consolidación de una «estética de la inminencia y la transitoriedad»
frente a la «estética de la permanencia» de la tradición (Baudelaire dijo que
«la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, la mitad del arte, cuya otra mitad
es lo eterno e inmutable»). Recorre la historia del concepto de modernidad, desde
la Edad Media cristiana a la disputa de “antiguos y modernos” del siglo XVIII,
y su bifurcación en el siglo XIX en dos nociones: modernidad como época de la historia
(revolución industrial, capitalismo, ciencia y tecnología) y modernidad como concepto
estético. Será en el siglo XX cuando se diferencie entre modernidad y contemporaneidad
—transfiriendo la disputa entre antiguos y modernos a la confrontación entre modernos
y contemporáneos-. Se asientan las bases de una vanguardia que se enfrenta a la
modernidad ahora concebida como tradición. Calinescu no acepta la habitual diferenciación
que hace la corriente crítica anglosajona entre modernidad y vanguardia, y señala
como es imposible la muerte de la vanguardia: su esencia es someterse a procesos
de ironía autocrítica y autodestructiva. Su concepción del kitsch es inspiradora,
pues le hace nacer de dos aspectos conflictivos: el ritmo de la sociedad capitalista
enfrentado al tiempo subjetivo. La “belleza instantánea del kitsch niega
lo trascendente y la duración, pero Calinescu, curiosamente, ve en el kitsch
un paso en el camino hacia la «auténtica experiencia estética», pues al hacer tan
obvias las señas que permiten identificarlo, permite a la vez que se lo supere
y depure hasta llegar a lo auténtico, a lo genuinamente portador de excelencia artística.
Según el crítico Javier San Martín, «En la escena actual
del arte coexixten dos versiones contradictorias de lo moderno: de trata de la
tensión entre interioridad y apertura, entre el estrechamiento voluntario
de una perspectiva del mundo con el fin de resolver el trabajo artístico en el
terreno inmaterial de lo sublime; y la fuerza, de sentido contrario, que conduce
a otros artistas a proyectar sus imágenes y sus deseos, a amplificarlos, en el
terreno de la realidad o, más exactamente, en el concepto que ha venido a sustituirla,
la actualidad» [San Martín, Javier. Fragmentos del arte (1995):
64.]. Es la tensión entre dos visiones de la modernidad, la reducción contra la
ampliación de los territorios de actividad del arte. Ambas visiones están siendo
demolidas por la actitud posmoderna, en la que la información, el decorativismo,
la confesión psíquica, la trivialidad banal, el activismo político, social o cultural,
todas las manifestaciones humanas, se confunden con las actividades artísticas.
El arte a menudo ha devenido en la denuncia decorativa o en la decoración de la
denuncia. La confusión en los límites del arte ha surgido por esa misma voluntad
de transgredir y superar esos límites. El arte, finalmente, ha ido más allá del
arte y ha perdido su condición de arte.
Pero los artistas protestan contra su exclusión de la
modernidad, se reclaman como sujetos de esa tradición. El escultor (¿podemos definirle
tal vez como un minimalista romántico?) Jaume Plensa proclamaba en 1996: «Cualquier
formato, cualquier forma en que un artista puede formalizar su trabajo, puede ser
moderna, puede considerarse inmersa en la modernidad» [Plensa, Jaume. Entrevista
con Jaume Plensa, por Rosa Olivares. “Lápiz” 124 (VI-1996): 49.]. En esta concepción,
la modernidad no es más que uno de tantos términos sustantivos asociados al arte
moderno, sin valor descriptivo diferencial respecto a sus valores. La “Modernidad”
se convierte en un tema gastado, hueco de significado, maleado por el discurso
de los posmodernistas que se niegan el serlo.